Si no somos libres, ¿para qué somos?

Supongo que uno debería comenzar por plantearse qué es ser libre. Según Fernando Sabater, es precisamente esta la capacidad que nos distingue de los animales y no el lenguaje o el pensamiento.

Los humanos no actuamos por instinto, o no deberíamos hacerlo, puesto que ello sería no utilizar la mayor herramienta que se ha puesto a nuestro alcance.

Ser libre es poder elegir cada cosa de nuestra vida, imponderables aparte, aunque sí que podemos escoger qué hacemos con esos imponderables.

Lo que ocurre es que para ejecutar esa libertad necesitamos otras prerrogativas a cumplir. Por ejemplo y en primer lugar, sería necesario ser conscientes de que podemos elegir, en todos los momentos, en todos los ámbitos.
Por otra parte, es necesario tener valor para elegir, pues si aunque pongan a nuestro alcance bañarnos en el mar, montar en avión o ser cirujanos, no nos atrevemos, podremos aplicar en mucha menor medida esa libertad.
Y en tercer lugar, y seguro que no en último, es necesario responsabilizarse de lo que supone cada elección, estar dispuesto a asumirlo, que no es lo mismo que ser valiente. Uno puede tener narices pero poca cabeza, o mucha cabeza y ni una gota de valor.

Es realmente libre quien sabe que lo es, conoce las consecuencias de su elección y las acepta.

Pero ojo con la amiga libertad, pues es muy sutil y desaparece, como los mejores amores, en cuanto intentamos apresarlos.

Si a la libertad le decimos: «bien ya sé donde estás, ya te tengo», se esfuma inmediatamente por el sencillo motivo de que pierde su naturaleza, deja de ser libertad para pasar a ser convenio u obligación.

Me refiero a que una cosa es «me gusta nadar, me atrevo a nadar, nadaré cuando me apetezca» y otra cosa es «nadaré cada domingo por la mañana». Ahí calló la presa, o sea nosotros.

Ahí no comprendimos la esencia de la libertad y pagaremos su precio, el precio de perder el gran disfrute de consentirte ser tú mismo. Ahí es bastante probable que muchos domingos por la mañana no nos apetezca nadar y creamos que, en nombre de la libertad, nadamos cada semana.

Eso no es libertad amigo, es tu propia trampa. Así no disfrutarás con cada brazada dada con el gusto repleto de gozo por el instante elegido y vivido. Ahí, proyectando, planificando, eres preso de tu propia costumbre de serlo y pretendes incluir al valor más fuerte y delicado a la vez, en tus pobres esquemas de rutina salvavidas.

Ahí, a la libertad solo le cabe un adiós. Un adiós por imposible.

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