Vivir

Me contaron que un hombre errante llegó a una pequeña aldea, y lo primero de ella que se topó fue su cementerio.

Paseó lentamente entre las tumbas, en esa soledad y ese silencio extraños que solo existe en esos lugares. Leía cada una de las lápidas, donde solo figuraba el nombre y el tiempo vivido por el difunto. Así, rezaba por ejemplo:

FULANO DE TAL Y TAL VIVIÓ TRES SEMANAS Y DOS DÍAS

MENGANO DE CUAL Y CUAL VIVIÓ UN MES, DOS SEMANAS Y CUATRO DÍAS

Todas así. Solo dos o tres indicaban que alguien vivió más de un año.

Pensó que se había topado con un cementerio de niños. Se propuso enterarse de las circunstancias de tan triste situación. Tantos niños muertos… en una aldea que parecía muy pequeña… Debió de ser una epidemia o un mal extraño que atacaba a los infantes…

Una vez que entró por las lindes de la aldea, se cruzó con un anciano y, no pudiendo reprimir el motivo de su inquietud, lo abordó.

–Salud, buen hombre –dijo.

–He visitado su cementerio y aún me queda la tristeza y el desasosiego de conocer tanta muerte de niños de su aldea. ¿Podéis explicarme, si no os sume en el dolor, tanta muerte prematura, tantas vidas segadas de espigas menudas?

–No es como pensáis, forastero. En esta aldea sabemos que la vida, en la mayor parte de sus días y de sus noches, rueda ciegamente, ocupados en nuestras tareas rutinarias. Vivimos como dormidos en plena vigilia, con los ojos abiertos pero sin ver, con el corazón palpitando pero sin amar, con el aire entrando y saliendo de nuestros pechos, pero sin que quede nada de su frescura, de su aroma ni de su vida. Somos así casi como muertos vivientes la mayor parte de nuestros días.

Una vez, un anciano sabio, de vida errante y despojada de inquietudes vanas, pasó por nuestra aldea, donde encontró fácil acogida entre nosotros, porque sus ojos, su corazón y su despejada frente nos descubrió que aquel hombre tenía alguna sabiduría que nos podía ser de provecho en nuestras vida. Así que durante los días que gozamos de su compañía no faltó pan ni agua fresca en su mesa, ni en las noches un cálido y mullido rincón donde reposar sus santos huesos.

Nos enseñó que la vida de los hombres es, en su mayor parte, estéril, viviendo más como bestia que como hombre creado para más grandes y altos espacios.

Nos preguntaba una y otra vez, día tras día cosas como estas:

–¿Qué tal la jornada, Juan? ¿Has amado hoy? ¿Has contemplado el cielo y las nubes? ¿Acaso te has estremecido junto al dolor de algún hermano? ¿Has mitigado alguna pena? ¿Has entrado en el corazón de algún niño? ¿Has amado tu pena tanto como para trasmutarla en risas y con ellas alegrar a tus hermanos? ¿Has añadido una nueva capa de nácar a la perla de tu dolor? ¿Has tenido en tu mente la amada que la lucirá, una ver formada, en su hermoso cuello? Pues si es así –nos decía– anota esta fecha gloriosa en tu pequeño cuaderno. Hoy has vivido.

–¿Cuaderno?

–Sí. Quería que cada uno de nosotros conservara en un lugar sagrado de nuestra casa un pequeño cuaderno donde escribiéramos las fechas de los días en que, con dicha o con dolor, nos habíamos sentido vivos como hombres, y habíamos entrado en la corriente de la vida y así lo habíamos sabido sin lugar a dudas.

–Y… los niños… ¿acaso no son niños?

–No, amigo querido. Mi vida, como puedes ver, está en su ocaso, y en mi lápida estará escrito los días de mi vida. Acaso cuando vuelvas por este camino entrarás otra vez en nuestro cementerio. Búscame. Me encontrarás fácilmente.

Soy Miguel, fabricante de perlas, y solo tengo tres meses, una semana y tres días de vida.

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