Vulgaridades

Cada noche, sobre las 21 horas, se alza en el aire un monólogo en gritos que debe de oírse en media ciudad. Se trata de una persona mayor que, recorriendo la terraza de su ático de lado a lado (cual tigre enjaulado), lanza su histriónica perorata para todo el que lo quiera oír, aunque lo cierto es que no se le entiende casi nada y creo que a él eso le importa poco, pues lo fundamental a mi entender es el acto y la intención en sí y no tanto el contenido del discurso.

Cada vez que le oigo se me dibuja una sonrisa en la boca, y es que en el fondo me hace gracia su actitud, no sé exactamente por qué; quizá me recuerda a una de esas terapias grupales en las que uno debe reírse, sin ganas, buscando el detonante en algún lugar de nosotros mismos hasta que lo encuentra; o expresar a voz en grito alguna ofensa guardada largamente por los años de los años, amén. No lo sé, pero en cierto modo admiro esa valentía (que para mucho es locura) de asomarse al mundo y gritar sin tapujos lo que sentimos, de no guardarse nada en el oscuro mundo del inconsciente para que el día menos pensado, esa mala energía salga por donde uno nunca imaginaría. Recomiendo probarlo, es muy gratificante y liberador.

El único peligro es que algún vecino malhumorado nos dé la réplica mandándonos callar alzando de malos modos su voz, pero nos tiene que dar igual, le estamos haciendo un enorme favor, porque en el fondo es un vecino más contagiado de tan vulgar y benéfica terapia.

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