Velas

Conocía yo a una señora ya mayor, abuelita y muy devota, que, cuando había tormenta, lluvia, rayos y truenos, me decía:

–Mira, hijo, ve a mi mesa de noche y tráete una vela que tengo dentro y enciéndela pronto.

–¿Para qué, abuela?

–Es una vela para santa Bárbara y, encendiéndola y rezando, enseguida se acaba la tormenta.

Yo le decía que quizá la gente del campo había encendido la misma vela, pero mucho más grande que la de ella, porque no dejaba de llover. Llevaba lloviendo dos semanas, y no había manera de que cesara, ni con velas ni sin velas.

Me imaginaba yo a san Pedro, o a Zeus Tonante, dudando qué hacer, si dar cumplimiento a los rezos de los unos o de los otros.

–¿A ti qué te parece, Pedro? Preguntaba Zeus…

–¡Pues que estoy dudoso!… aún no he recontado las peticiones de cada grupo, y cada minuto llegan cientos nuevas. ¿Tú que crees?

–Pues mira, creo que lo mejor es hacer lo que nos parezca. Nosotros a lo nuestro y ellos… a lo suyo. Si unos brindan con champán por la lluvia y otros lloran porque no les gusta mojarse, pues… allá ellos. Después de todo, no podemos complacer a todos, así que… esto es lo que hay…

Leí que decía Gurdjieff a sus discípulos que la gran mayoría de las oraciones consistía en pedir que dos más dos no fueran cuatro. Y que, por lo tanto, había que comprender en qué consistía la oración. Parece una banalidad o una crueldad, pero creo que es cierto que no se puede pedir, ni a los santos, ni a los dioses, ni a Dios, que contradiga las leyes universales, porque, entre otras cosas, emanan de ellos mismos, y contradecirlas sería contradecirse a sí mismos.

Yo por mi parte me digo que sería mejor dar a Dios, en lugar de tanto pedirle tonterías, como hacen los niños pidiendo caprichos a sus padres.

Pero me pregunto, y os pregunto: ¿cómo es la oración auténtica?

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