La crisis del cambio

Escrito por Diego Sánchez R.

Dicen que las crisis son oportunidades para el cambio. Pero ¿cambio hacia dónde? ¿Qué quiero cambiar y por qué? Estas son preguntas muy personales, pero leyendo a los sabios, he llegado a la conclusión de que, si vamos a movernos, lo mejor es ir hacia el justo medio. Sin embargo, lo que yo considero mi punto de equilibrio puede distar mucho de lo que otro considere el suyo, y así de persona en persona; por lo tanto, siguiendo las normas del método científico, si existe demasiada variabilidad, la hipótesis no es aceptable y el resultado final no será fiable.

La filosofía considera lo más auténtico, lo más real, aquello que supera la prueba del tiempo y es universal. Así, aquel punto donde nos encontraríamos y acordaríamos todos los seres humanos tendría que ser el mismo para todos. ¿Y qué es lo que tenemos todos en común? Todos tenemos una mente curiosa que cuestiona, unas emociones que desean expresarse y sentir, una energía que busca moverse y un cuerpo que busca placer. Partes tan diferentes comparten una cualidad: necesitan descanso, necesitan parar por un momento. Para conseguir esto nos podemos valer de un espacio para la introspección que nos lleve a la reflexión. Esta pausa de nuestra personalidad es vital para las personas, pues nos unifica, y es en esta unión como nos aclaramos y encontramos como familia humana.

Un segundo punto que tenemos en común sería que todos poseemos cualidades y defectos. Y si partimos de la base de que todo en la creación es bueno por naturaleza y cumple una función, lo correcto sería dar espacio a ambos. Sin embargo, ¿en qué punto se encuentra ese justo medio que nos equilibre? Aristóteles decía que la felicidad se descubre en la práctica de la virtud, por lo que, si el primer paso para obtener paz está en aceptarme como soy, el segundo sería no conformarme con ello y valerme de mis virtudes o cualidades para seguir caminando hacia lo que quiero ser. Mi estabilidad no se fundamenta solamente en mi situación presente, sino, también, en mi satisfacción interior de estar luchando por mejorarme sin juzgarme por los posibles fracasos.

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Pensar en el bien común

sanidad

Muy cerca de la llegada de la primavera nos “sorprende esta situación en la que nos encontramos”, lo pongo entre comillas porque en realidad se veía venir tras lo sucedido en China y en Italia. En este mundo en el que hay tantos sistemas de comunicación, estamos ya un poco anestesiados. Acostumbrados a escuchar malas noticias, seguimos con nuestras vidas casi sin reaccionar. Solo cuando sucede algo como lo que nos está pasando nos damos cuenta de que no hay tanta diferencia entre unos países y otros. Vivimos en un mundo globalizado, los planteamientos generales en cuanto a la forma de vivir, de entender el mundo que nos rodea o cómo nos relacionamos unos con otros no son tan diferentes, por eso cada vez son más similares los acontecimientos y los problemas en diferentes lugares del mundo.

Foto de Ashkan Forouzani en UnsplashEn primavera la naturaleza se renueva ¿lo haremos nosotros?

La naturaleza tiene sus ciclos, invierno, primavera… Momentos de vuelta sobre sí y momentos de expansión y desarrollo. Desde que perdimos el contacto con la naturaleza creemos que podemos estar siempre en un constante crecimiento y desarrollo. Pero de pronto surge la necesidad de parar, de quedarnos en nuestras casas, de volver a convivir con los familiares y “tener tiempo libre”.

Viejas enseñanzas filosóficas afirman que lo que nos sucede es por necesidad y en base a una finalidad. Pero en el mundo tecnificado que vivimos no hay lugar para “viejas filosofías”. Sin embargo, aunque en general queramos llenar nuestro tiempo libre con muchas tareas, en el fondo de cada uno hay una parte que se pregunta, que quiere saber ¿Por qué? No solo saber lo que está pasando sino la causa, el motivo más profundo.

Se habla mucho de que no es momento de confrontación, de que son momentos para unirnos, a todos nos afecta este virus en mayor o menor medida.

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¿A dónde nos lleva esto?

¿A dónde nos lleva esto?

Escuchaba una vez hace mucho tiempo, de labios de un científico que, si algo podía hacerse había que hacerlo, refiriéndose en aquellos momentos a los grandes avances que ciencia y tecnología estaban haciendo en materia de clonación.

No hace tanto, sin embargo, hablando con un divulgador científico, me decía que la ciencia no debería tener límites para investigar, pero la tecnología sí debía tenerlos para crear. Más recientemente, algunos medios han publicado la enérgica protesta de un grupo de científicos contra el uso indiscriminado de la inteligencia artificial (IA), calificando de auténtica barbaridad que se delegue en los algoritmos de la IA el poder de decidir cosas tales como si una persona es o no apta para un puesto de trabajo, si en el futuro se va a convertir en un criminal o si su perfil personal es suficiente garantía para otorgarle o no un crédito. Y no solo aducen que es de locos dejar que las máquinas tomen esas decisiones por nosotros, sino que explican cómo los algoritmos matemáticos empleados para analizar y crear patrones de conducta con nuestros datos, están mal. Dicho de otra manera, no son de fiar.

Una de las razones (hay más) por las que la IA no es de fiar a la hora de tomar determinadas decisiones es que tiene sesgo. La IA se alimenta de datos, de millones y millones de datos que se han ido produciendo y se producen a lo largo de la historia. Se alimenta con las estadísticas de criminalidad de los últimos cien años, o con los datos de desarrollo laboral de los empleados en las grandes empresas desde 1950. Pero hace cien años, en EE.UU. se detenía y fichaba como criminales a algunas personas solo por el color de su piel, porque se creía que los negros eran criminales por el mero hecho de ser negros. En 1950 las mujeres, en las grandes empresas, difícilmente lograban ascender más allá de secretaria del director. ¿Qué ha pasado entonces cuando esos datos se han introducido en los programas de IA? Que el programa dice que si eres negro seguramente eres un criminal, y el programa dice que las mujeres no tienen interés por hacer carrera dentro de la empresa, porque desde 1950 solo una mujer ha llegado a directora de área. Así que, por muy inteligente y avanzada que sea la IA, no es capaz de eliminar nuestros prejuicios, y toma decisiones hoy basándose en las ideas de ayer.

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Todo lo que sucede, ¿conviene?

Escrito por LILIA GARCIA CHIAVASSA

 

Estaba hace unos días conversando con una vecina que me contaba sus aventuras y desventuras de los últimos meses y me repetía una y otra vez: todo lo que sucede, conviene. Lo decía intentando justificar y aceptar ciertas circunstancias adversas que le habían hecho padecer algunas penurias. Luego de alentarla con cariño a superar las adversidades y despedirme de ella, la frase quedó repiqueteando en mi mente como un mantra insidioso.
¿Es realmente así? Todo lo que sucede, ¿conviene? No puedo dejar de pensar que hay millones de personas que sufren calamidades extremas de toda índole. Sin embargo, hay ciertas corrientes de pensamiento o incluso escuelas filosóficas que postulan que todo lo que sucede es por algo, que existe cierto determinismo en el devenir de los acontecimientos.

La idea de que hay un destino predeterminado del que los seres humanos no pueden escapar es un concepto que, si se lo toma al pie de la letra, puede resultar inmovilizador. ¿Para qué voy a hacer esto o aquello (léase: esforzarme), si mi destino ya está marcado de antemano por un designio misterioso que no comprendo? Prefiero creer que tenemos un amplio margen de maniobra para conducir nuestros pasos por la vida, y no, que somos simples elementos de un engranaje que nos arrastra indefectiblemente.

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La voz de la conciencia


Hace poco volví a ver la película Pinocho, de Walt Disney.

Las películas sencillas muestran lo blanco muy blanco y lo negro muy negro, lo que tiene una ventaja: se distinguen fácilmente. Vamos, que se aprende de forma relajada, lo cual es de agradecer.

Nuevamente vi al hada azul cómo prometía a Pinocho la posibilidad de ser algo más que un muñeco de madera. Llegaría a ser un verdadero niño de carne y hueso si lograba superar un periodo de prueba para demostrar que realmente era merecedor de tal categoría. Nada de regalos sin más. Le dejaba con un acompañante singular: la voz de su conciencia (“Deja que tu conciencia sea tu guía”).

Soy fan de Pepito Grillo. El pobre ejerce de voz de la conciencia de Pinocho, lo cual es un trabajo a jornada completa y sin remuneración (así le va, a veces).

Y qué podemos decir de su magnífica explicación de dónde están el bien y el mal, tan clara como la que nosotros mismos daríamos en su lugar:

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Final trágico de los últimos zares

Olga, Tatiana, Maria, Anastasia y Nicolai
Olga, Tatiana, Maria, Anastasia y Nicolai

El zarevich Alexei y las grandes princesas Olga, Tatiana, Maria y Anastasia. Los hijos del emperador Nicolás II y la emperatriz Alexandra Feodorovna. Foto de 1910.

Con motivo del centenario del fin de una Dinastía que reinó en Rusia durante tres siglos, quisiera transcribir literalmente las palabras del director de la revista Historia de National Geographic, Josep María Casals, en su Editorial de la Revista 175, pues denotan tal grado de sensibilidad por la conducta humana que no puedo por menos que suscribirme a sus preocupaciones y reflexiones, cuyas conclusiones comparto totalmente.

He aquí el texto:

“Mis ojos se encontraron con los de esas tres desafortunadas jóvenes por un instante y, cuando mi mirada penetró hasta lo más hondo de sus torturadas almas, yo, un revolucionario probado, me sentí sobrecogido por un intenso sentimiento de pena”.

Un ingeniero de Ekaterimburgo escribió estas palabras al recordar la llegada de tres de las hijas del zar, en tren, al último lugar que verían en esta tierra. Olga, Anastasia y Tatiana desfilaron ante él bajo la lluvia; las acompañaba Klementy Nagorny, el marinero que se ocupaba de su hermano Alexei, enfermo, al que llevaba en brazos. Iban a reunirse con sus padres: el zar Nicolás  y su esposa Alejandra, y con María, la otra hermana.

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Sálvese quien pueda

¿Cuál es la diferencia entre un ser humano y un animal?

Pues que la tendencia general del humano es: “¡Sálvese quien pueda!”, y, en cambio, la prioridad del animal es: “¡Salvémonos todos por la cuenta que nos tiene!”.

Veamos, si no, el caso de las hormigas del Amazonas. Las hormigas del Amazonas son unos fenómenos de hormigas. Cuando viene una crecida de las de órdago que solo pasan de vez en cuando, estos seres diminutos (desde nuestro vanidoso punto de vista, pobres bichitos), que individualmente no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir en la inmensidad del agua (ninguna), obran el milagro al convertirse en un equipo.

En este equipo, todas tienen importancia, todas las vidas han de salvarse, todas deben colaborar en el prodigio, todas tendrán un final común (la salvación o el desastre).

Estas guerreras pequeñajas se unen y se enredan entre sí formando un entramado, una red viva con montones de ojos, montones de patas y montones de antenas, continuamente en movimiento unas respecto a otras pero sin perder nunca la unión que las convierte en otra cosa, en otro ser compuesto de miles de seres, como aquel Ygrámul el Múltiple que aparecía en La historia interminable de Michael Ende. Con este movimiento, consiguen repartir las ventajas y los inconvenientes de cada posición del entramado (hay que estar a las duras y a las maduras), y así se mantienen hasta que consiguen el éxito, bien porque llegan a tierra firme después de mucho flotar en un mar inmenso, o bien porque la crecida desciende y mejora la posibilidad de escapar a suelo seco.

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El misterio de la vida

Hace poco escuchaba a alguien hablar de cómo la ciencia nos había hecho cambiar nuestra percepción del mundo. Pasamos de ver los fenómenos naturales como algo mágico, obra de dioses caprichosos, a entenderlos como producto de leyes que podemos comprender y hasta manipular. De alguna manera, los descubrimientos de la física y la química habían acabado con el misterio, y ya no había razón para adorar con temor al dios de las tormentas o al del fuego.

La devoción ciega y sin fundamento había conducido a los seres humanos a una actitud dogmática: como había cosas que no se podían comprender, había que obedecer a los que decían estar en posesión de la verdad única, aunque esa “verdad” a veces no tuviera ni pies ni cabeza.

La innata curiosidad del hombre, su natural sentido filosófico, le hizo cuestionarse los dogmas establecidos y experimentar con la naturaleza. Gracias a eso, y no sin tener que luchar mucho contra las creencias dominantes, las mentes más abiertas lograron abrir otras, derribar ideas irracionales y enfrentarse cara a cara con los defensores del dogma religioso.

Los milagros abandonaron el campo de la fe al ser explicados por la ciencia, y ahora la ciencia era la nueva religión. Los dogmas, antes establecidos en las Iglesias, empezaron a crecer también en los laboratorios. Ahora es la ciencia la que dice lo que es verdad y lo que no, porque el misterio ya no existe. El arco iris es un efecto de la luz sobre las gotas de agua, el altruismo una necesidad evolutiva y el amor una molécula. Así de fácil, así de preciso, así de objetivo y así de vacío.

Y sin embargo, esa “muerte” del misterio me produce más desasosiego que la adoración reverencial de cualquier dios de la lluvia. Creo que la ciencia fue (y sigue siendo) un método adecuado para conocer el mundo en el que vivimos. Es necesaria por eso. Creo que el campo de la religión es el del alma humana, no el de la física, y tratar de apropiarse de lo que no le compete le ha acabado pasando factura. Pero creo también que en un exceso de entusiasmo por desvelarlo todo, la ciencia ha caído en lo mismo que cayó la religión en el pasado, y trata de dar explicación a algo que no es material, y dogmatizar sin más que tiene derecho a hacerlo porque “todo es materia”. ¿Qué misterio puede haber en eso?

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La inocencia de los perros

Algunas veces me sorprendo preguntándome por qué me gustan los perros.

Mi casa y mi ropa están llenas de pelos de chucho, mis horarios están condicionados por las horas y tiempos en los que deben salir a pasear, salgo a la calle con lluvia, nieve o sol para que hagan sus necesidades tres veces al día, limito mis vacaciones a los lugares donde son admitidos y, algunas mañanas, mi cama amanece invadida de animales que creen que somos una manada y, como tal, cualquier lugar es bueno para dormir juntos.

Algunas de mis amistades y familiares me preguntan qué hago con tanto perro (3). Otros comentan que por qué rescatar animales habiendo niños que lo necesitan más, como si fuesen cuestiones excluyentes. Y por eso a veces me detengo a hacer el sano ejercicio de reflexionar sobre por qué hago lo que hago.

La respuesta es, quizá, muy personal, pero igualmente la comparto con vosotros. Quizá así podáis entenderme.

Hace más de 25 años que decidí hacer uso práctico de las enseñanzas filosóficas para ser mejor persona, convencida de que son las personas que luchan consigo mismas por vencer sus defectos y desarrollar mejor sus virtudes las que pueden hacer que el mundo sea un lugar un poco mejor.

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Los filósofos y el mundo

Hay filósofos y místicos que van por la vida con un halo de pureza y elevación. Tanto es así que en su filosofía y misticismo evitan mezclarse con el común de los mortales, con aquellos que no han alcanzado, como ellos, la profunda comprensión del universo y la vida. Entre ellos los hay que, en la creencia de saberlo todo, se atribuyen experiencias que nadie más ha tenido y el poder de juzgar a otros sin rubores. Son aquellos que hablan y hablan, pero nunca escuchan. También los hay de los que guardan un orgulloso mutis, porque sienten que nadie está capacitado para comprender la altura de sus pensamientos y no quieren echar margaritas a los cerdos. Estos tampoco suelen escuchar a los demás, sencillamente porque poco les importa lo que los otros tengan que decir.

No creo que esas personas tengan de filósofos o místicos más que el nombre. Un filósofo no puede nunca esconderse del mundo, ni levantar muros entre la humanidad y él. El objetivo de un filósofo que hace honor a su denominación de amante del conocimiento es, siempre, hacer del mundo un lugar mejor, no vivir al margen del mundo.

Podría parecer que el amante del conocimiento es, simplemente, un amante de lo teórico, de las palabras y los pensamientos, pero no de las acciones. Por alguna perversión del tiempo hemos separado en la filosofía la teoría de la práctica, y el conocimiento nos hace imaginar canosos ancianos de largas barbas, que se dejan la vista entre libros y tratados; sabios por los conocimientos que atesoran, e inaccesibles para los que quieran descubrirlos.

En la filosofía no existe eso de “yo y el mundo”, con un “yo” en el centro de la existencia y un “mundo” externo y ajeno a ese “yo”. La filosofía pertenece al mundo y es el mundo. El filósofo nace en el mundo, en él se forma, en él toma sus experiencias y a él debe su servicio. No como una entelequia, sino como una realidad. Si la filosofía se pregunta por la vida, el universo y la humanidad, es porque su objetivo es descubrirse como un actor vivo de ese universo que contempla y de esa humanidad de la que forma parte.

Un filósofo no puede, entonces, no sentir que su compromiso es con el mundo y con las gentes que del mundo forman parte. No tenemos más que echar un vistazo a esa gran maestra que es la Historia y encontrar que aquellos a los que llamamos filósofos, siempre han estado implicados en el mundo y la sociedad que les ha tocado vivir. Han participado del gobierno de sus ciudades, han intervenido en los asuntos de su entorno, han combatido en tiempo de guerra y educado en tiempo de paz. Ninguno de ellos vivió en una torre de marfil, ninguno se creyó por encima de los demás, ninguno creyó que el mundo era algo ajeno a él. Un filósofo es, y siempre será, aquel que se esfuerza, día a día, investigando, amando y sirviendo, para que el mundo en el que vive sea un poco mejor.