Globos de color

Ayer llegaba tarde al teatro y me cogí un taxi. Nada más entrar le dije al conductor: «corra, por favor, que llego tade al Nuevo Apolo». Me respondió algo muy gracioso: «no se lo va usted a creer, pero hace justo dos horas Ana Duato me ha dicho lo mismo… corra, que llego tarde al Nuevo Apolo. Vaya casualidad, ahí justo donde usted va sentada, no me había pasado nunca».

Llegué a la carrera al teatro y resultó que la función había sido cambiada de hora, así que me dio tiempo a tomar unas cañas en una terraza cercana. Tras un rato buscando mesa, se levantaron dos rubias dejando una libre. Cuando les pregunté: «¿os vais?», me quedé perpleja comprobando que una de ellas era Ana Duato. No solo compartimos taxi ese día, sino que después usaríamos la misma mesa (que en Madrid es casi tan difícil como coger el mismo taxi) y el mismo teatro (miedo me da preguntar en qué asiento estaba…). No pude evitar hablar un poco con ella sobre lo ocurrido, fue bastante amable y sonriente.

Bueno, todo esto no da para más que un montón de casualidades, aunque no sé si Jung tendría algo que decir al respecto. Cuando menos, me quedaré con el dicho japonés según el cual tener tres casualidades con la misma persona en un día es un signo evidente de buena suerte para ambos.

Sin embargo, aquí no hay globos de color, ¿verdad? No, esos fueron en la función. Hacía tiempo que nadie me hacía sentir tan infantil, y eso es justo lo segundo que aprendí ayer (aparte de quedarme esperando una explicación a tanta casualidad con la actriz), aprendí lo sencillo que es desempolvarnos un poco el alma y el prana a la vez. Lo elevamos con belleza, pero lo acercamos con inocencia.

Y es que ayer, fui a ver una función de clowns (Slava’s snow show) , ex pertenecientes al circo del sol. Eran fantásticos. Lo mejor de todo, la cercanía e interacción con el público. Atravesaban el teatro por encima de las butacas ayudados por la gente, mientras nos iban poniendo perdidos de agua. Consiguieron cubrir a todo el patio de butacas con una tela de araña, que fuimos pasando entre todos brazo a brazo. Terminaron su espectáculo con una ventisca de nieve tremenda que nos dejó a todos llenos de papelitos blancos, con la cara cubierta por el viento brutal que salía del escenario durante casi cinco minutos.

Sinceramente, es el único espectáculo en el que los últimos en irse fueron los actores. Lanzaron unas cinco bolas gigantes, de unos cuatro metros de diámetro, por el cielo del teatro, y otras tantas algo menores. Los espectadores saltaban de sus butacas y por los pasillos para pasárselas y empujar entre varios las bolas hacia arriba, mientras la música no dejaba de sonar con las luces completamente encendidas. El que quería se iba marchando. Los payasos bailaban con las chicas, el actor principal se sentó en el escenario mirando cómo el público se divertía, algunos nos hicimos fotos con él… y no se fueron de allí hasta que todos habíamos salido, sonrientes… para casa.

Aquello fue una especie de soy quien soy comunal en el que todos hicimos lo que realmente queríamos. No sé por qué, aquel actor me recordó al Buda: siendo él el protagonista, esperó a que todos eligiésemos nuestro momento. No nos dejó allí y siguió su camino, se quedó hasta que el último de nosotros pasó la puerta.

Yo de mayor quiero ser un clown.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *