Mi plantita, fuerte en la adversidad

La vi en una parada de autobús del Barrio Pesquero santanderino, sobre una marquesina como otras muchas. Allí estaba. Fresca, lozana, verde, vertical. Como el enhiesto surtidor de sombra y sueño al que cantara Gerardo Diego. Sí, aquel era un ciprés de gran altura y esta es una plantita pequeña. Pero ¿qué es el tamaño sino un engaño de los sentidos?

Para cualquier liliputiense común, mi plantita bastaría para aliviar el efecto del sol del verano sobre su cabeza o para sentir la verdeante energía de su tallo ascendente si hubiera de sentarse a su sombra a merendar.

En medio de un material seco, estéril y artificial, nada hacía sospechar que un brote fresco y brillante pudiera nacer con vocación de cielo. Lo mismo que una saeta de esperanza dirigida hacia las estrellas, tal como dejó dicho el poeta.

Mi plantita también es un mástil de soledad, un prodigio isleño, como bien adivinó don Gerardo. Pero este mástil, a diferencia del que fue objeto de su inspiración, solo se ve al levantar la mirada, porque no está a ras de suelo, sino por encima del nivel de la vista, discretamente distante para salvaguardar su misión de crecer.

Y prodigio, sí. Porque ¿cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué maravilloso viaje le organizó Madre Naturaleza para llegar a su destino? ¿Cuántas peripecias soportadas, cuántas dificultades superadas hasta convertirse en el pequeño oasis de una zona deshabitada?

La vida tiene una fuerza descomunal, silenciosa pero implacable. Con el asfalto de la ciudad hacia un lado y un parque que da al mar hacia el otro, mi plantita se llena de luz de sol a salvo de las pisadas de los descuidados humanos que caminan con prisa por debajo de sus raíces.

¿Y cuándo llegó? ¡Ah, qué interesante cosa! Como viajero del espacio recorriendo mundos, mi plantita se asentó en su marquesina en tiempos extraños. Como un Principito cualquiera salido de un lejano asteroide, fue a posarse en un lugar habitualmente bullicioso, pero anormalmente vacío. Tiempos de confinamiento, de familias enclaustradas y silencio en las calles. Tiempos de miedo y esperanza, de respiración contenida y de proyectos en espera. Pero hela aquí, orgullosa y vertical, derecha y firme, en este día de San Fermín del Año de la Pandemia.

Está sola. Y por eso es única. Mi plantita es única como la rosa del Principito. A ella la miman la brisa marina y el sonido de los pájaros. Con el sol se alimenta y en su atalaya se defiende de los imprevisibles paseantes, que pocas veces se preocupan de dónde ponen sus pies. Es única porque, siendo pequeña, recibe una dosis de luz y de aire que ya quisieran algunos árboles cercanos. Única porque es un símbolo y un mensaje, solo disponible para los que miran hacia arriba; para los demás, pasa desapercibida como el camaleón camuflado, aunque ella mantiene la gallardía de no tener que esconderse ni agacharse.

Mi plantita ha decidido vivir, y crecer, y elevarse al cielo, y como la flecha del ciprés de Silos, lleva en su presencia un mensaje importante para quien quiera reparar en él: la vida prevalece en los ambientes más adversos. En medio de lo gris, de lo artificial, toda semilla tiene un futuro, sea de una planta o de un sueño.

Es mi plantita, porque fue mi descubrimiento. Ella fue el detonante de estas preguntas durante mi recorrido cotidiano como viajera urbana oteando la ciudad desde mi asiento de autobús. Es mi plantita porque convirtió mi rutina en revelación, mi somnolencia en vigilia.

Y aunque un día pase por allí y ella ya no esté porque ha cumplido su ciclo, me quedará su recuerdo, y su enseñanza viviente de que no hay circunstancias difíciles que no puedan superarse. La vida, a veces, nos sorprende para que no desfallezcamos cuando la duda aparece.

Así fue hoy y así lo cuento.

En el día de San Fermín del Año de la Pandemia.

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