Permitidme que hoy no vaya contracorriente, que más bien sea ella la que me arrastre al menos por unos metros.
Cuando un amigo se va… ¡qué vacío tan grande queda en nuestro interior! ¡Cuántas conversaciones rotas! ¡Una extraña sensación de soledad le encoge a uno el corazón! Entonces la tristeza echa mano de su único recurso, el recuerdo, el rememorar las conversaciones infinitas, los esfuerzos y aventuras que pasamos juntos, las miradas cómplices que nadie entendía, las bromas a medias, los consejos sobre mil temas, los cabreos que siempre surgieron de malos entendidos, el perdón de cualquier rencilla con un poco de buena voluntad y el abrazo de hermano.
Lo peor es cuando ese amigo se va y no porque ponga cientos de kilómetros por medio, ni porque pase a mejor vida, sino cuando algo dentro de él cambia, se rompe y ya no hay dios que lo reconozca. Lo malo es cuando hablas con él y descubres que ya no es el mismo, su mente y su corazón ya no tienen los sueños que una vez tuvieron, sus palabras tienen intenciones que no alcanzas a entender, y el que una vez fue casi tu alter ego, tu amigo del alma, hoy es un conocido más, envuelto en historias que ya no son nuestras historias.
Y, sin embargo, seguirá teniendo mi amistad, tendrá mi ayuda si la necesita, esperaré paciente su regreso. ¿Qué otra cosa se puede hacer? No me tardes amigo, no me tardes.