Vulgaridades

Cada noche, sobre las 21 horas, se alza en el aire un monólogo en gritos que debe de oírse en media ciudad. Se trata de una persona mayor que, recorriendo la terraza de su ático de lado a lado (cual tigre enjaulado), lanza su histriónica perorata para todo el que lo quiera oír, aunque lo cierto es que no se le entiende casi nada y creo que a él eso le importa poco, pues lo fundamental a mi entender es el acto y la intención en sí y no tanto el contenido del discurso.

Cada vez que le oigo se me dibuja una sonrisa en la boca, y es que en el fondo me hace gracia su actitud, no sé exactamente por qué; quizá me recuerda a una de esas terapias grupales en las que uno debe reírse, sin ganas, buscando el detonante en algún lugar de nosotros mismos hasta que lo encuentra; o expresar a voz en grito alguna ofensa guardada largamente por los años de los años, amén. No lo sé, pero en cierto modo admiro esa valentía (que para mucho es locura) de asomarse al mundo y gritar sin tapujos lo que sentimos, de no guardarse nada en el oscuro mundo del inconsciente para que el día menos pensado, esa mala energía salga por donde uno nunca imaginaría. Recomiendo probarlo, es muy gratificante y liberador.

El único peligro es que algún vecino malhumorado nos dé la réplica mandándonos callar alzando de malos modos su voz, pero nos tiene que dar igual, le estamos haciendo un enorme favor, porque en el fondo es un vecino más contagiado de tan vulgar y benéfica terapia.

Bous al carrer

Vengo de un pleno del Ayuntamiento de mi ciudad, el cual está cogiendo cierta fama en los medios de comunicación porque quiere sacar a consulta popular la celebración o no de “Bous al carrer”, de las fiestas taurinas, vamos. La verdad es que es la primera vez que participo en un pleno donde se debaten los asuntos que afectarán a la convivencia en el municipio, y conviene estar enterado para no dejar que otros hagan gestiones con las que no comulgamos, como es el tema que nos ocupa.

Más allá de la inevitable politización que hacen del asunto los partidos mayoritarios, en este caso uno se dedicó a resaltar lo mal que lo hace el otro, dejando en un segundo plano las razones de su oposición a la fiesta taurina; y el otro se abstuvo de decir ni una sola palabra, sabedores de lo difícil que resulta defender la postura contraria, dejando el sí o el no en manos de una futura consulta popular al más puro estilo “me lavo las manos” de Poncio Pilatos. Más allá de estas posturas políticas se dejó oír una tercera voz en discordia, el pleno le dio tres minutos para que presentara su postura y ni uno más, y fue suficiente para que recibiera todas mis simpatías.

Entiendo, en cierto modo, a los defensores de la fiesta taurina, la fuerza de las tradiciones es grande, y reconozco también el arte de algunos toreros, pero estos también deben hacer un esfuerzo en comprender el meollo de la cuestión, pues no se trata de si tradición sí o no, ni de eliminar o no una fiesta en concreto, sino de promover valores donde las vejaciones y la violencia están presentes, o valores de empatía y dignidad para con otros seres vivos, sean gallinas, perros o vacas. Pues ya se sabe que de lo que se siembra se recoge. Y más o menos, aunque con otras palabras, es lo que expuso el portavoz de la junta de educación de todos los centros educativos de la ciudad, mensaje apoyado por unanimidad, salvo una abstención, por todos los miembros de ese consejo.

Ahora la pelota está en el tejado del Ayuntamiento; este puede instaurar la fiesta, que no se hace desde el año ochenta, sacar a consulta popular (y esperemos que limpia) el tema, o dejar las cosas como están, manteniendo a la ciudad como puntera y ejemplo de otra sensibilidad social más respetuosa con los animales. Veremos en qué acaba todo.

El punto de «la verdad»

El tema de “la verdad” siempre es controvertido; por ello debo hacer un preámbulo aclaratorio antes de entrar de lleno en la reflexión, que dicho sea de paso, no es más que eso, una reflexión en voz alta, sin más pretensiones filosóficas.

Veamos: ¿existe “La Verdad”? Unos dirán que en absoluto, pues ni la ven ni la presienten, y otros afirmarán que por supuesto existe, y aun sin verla creen en ella. Pero supongamos que existe, aunque no podamos tenerla del todo y mucho menos definirla, pues no olvidemos las palabras de Lao-Tse cuando afirma que el Tao (la verdad) que puede ser explicado no es el verdadero Tao. Pero imaginemos que existe, y que todo lo que está vivo y funciona participa de ella en alguna medida, y aún más: que la evolución (o cambio) de todo cuanto existe y nuestra particular inquietud de perfeccionamiento, de ser mejores cada día, tiende hacia ella y quiere ser esa “verdad”, lo cual nos llevaría a la conclusión de que ese, y no otro, es el sentido de la vida, tratar de vivir lo más impregnado posible de la verdad sea cual sea.

Llegados a este punto, y suponiendo esto cierto, ya puedo plantear mi reflexión, pues aunque os lo presente como hipótesis creo que, en efecto, las cosas son así. La primera pregunta que me planteo es: ¿dónde está el punto de la verdad? Aquello que nos hace dar un pasito hacia ella, vivirla más de cerca, ser más luminosos de instante en instante. Sin duda alguna ese punto, o ese estado de “verdad transitoria” de la que hablo, será diferente para cada uno, pues todos somos distintos, incluidos animales y plantas, y lo que para uno es un paso hacia esa verdad, para otro puede ser un retroceso al estar más cerca de ella, pero no por ello es menos importante esa reorientación, ese cambio de rumbo, o de estado, o de comprensión, no para el que lo vive. Bajo este punto de vista, todo cuanto existe merece nuestro más sincero respeto, pues independientemente de nuestra naturaleza estamos en el mismo camino.

Muchas veces confundimos el saber (la verdad) con información aprendida en libros de autores más o menos considerados sabios, pero mientras esos conocimientos, por muy buenos que sean, no provoquen en nosotros una determinación nueva, un cambio de actitud en la vida, solo servirán para adornar nuestras cabezas. De esta forma, me atrevo a imaginar que el punto de la verdad está allí donde descubrimos (de forma individual) la brújula con la que reorientar nuestra forma de ser, allí donde somos conmovidos y empieza una vida más plena y real que, sin ser muy conscientes de ello, nos arrastra hacia esa “Verdad” indefinible y sin embargo presente y necesaria, pues entiendo que sin ella no habría vida ninguna. Creo que nunca olvidaré las palabras de Unamuno cuando afirmó que «la vida» es el criterio de «la verdad».

El mejor de los escudos

Al hilo de una conversación mantenida por correo electrónico con un par de personas, se coló de rondón una subconversación ajena pero que me llamó la atención, y, como suele suceder, no pude resistirme a reflexionar sobre ello, aunque en realidad, de esa conversación prestada no tuviera más que unas pocas líneas, eso sí, con un significado muy claro, pues afirmaban la necesidad de llevar escudos por la vida para que a uno no le hieran, o al menos eso me pareció entender.

Así, a bote pronto, distingo varios tipos de escudos, o formas de no sufrir heridas ante el embate de los demás o de las circunstancias (seguro que hay muchos más). El más básico sería el de protegerse recubriéndose de costras psicológicas o mentales para que no nos vean, para que no encuentren la manera de herirnos; el problema es que entonces uno va por el mundo escondido en sí mismo, sin mostrarse ni abrirse a los demás, sin ser él mismo, corriendo el peligro de que esa actitud se enquiste para siempre y al final uno ya no se reconozca ni a sí mismo, pues un actor que siempre interpreta el mismo papel acaba por creerse el personaje; véase, si no, cómo acabó el Tarzán más popular de todos los tarzanes; me refiero, claro está, a Johnny Weismuller.

Otro tipo de escudo diferente, bastante más saludable que el anterior y del cual se hablaba en esa conversación prestada, es la comprensión que nos lleva a la tolerancia, pero a una tolerancia no resignada a soportar una situación, sino una tolerancia que entiende al otro, que comprende en lo básico la naturaleza del ser humano y sabe no darle demasiada importancia a lo que no la tiene. De esa manera no nos sentiremos aludidos ante insultos, críticas o injurias de alguien que se encuentre temporalmente enajenado (o eso creamos), pues comprendemos la situación por la que pasa y haremos oídos sordos. El peligro que le veo es que esto lo podríamos utilizar siempre que no nos interese oír las críticas de los demás, con lo cual nos podemos estar perdiendo una oportunidad de aprender, de conocernos mejor a nosotros mismos a través del espejo que son todos aquellos que nos rodean.

Pero lo que entiendo como el mejor de los escudos es la ausencia de carne donde hacer sangre, de amor propio que humillar, de ego enardecido que tirar por los suelos. Me explico: si sabemos que no somos perfectos y nos reconocemos en nuestras carencias y virtudes, si no nos hacemos fantasías sobre lo que somos y dejamos de ser, sino que nos aceptamos como somos, y siendo lo que somos (pues no podemos en realidad ser otra cosa), si comenzamos entonces a vivir con sinceridad y coherencia… ¡no hay nada que pueda hacernos daño!, o muy pocas cosas, o durante poco tiempo. Pues siempre volveremos a la sinceridad de lo que somos, y desde allí veremos muy claro, y en ese espacio estamos desnudos, somos libres, no hay donde herir, lo que digan no encuentra eco, ni escudos, pasa de largo sin encontrar materia donde hacer mella.

Ese es a mi entender el mejor de los escudos.

Crisis es vida

Al igual que sucede con el dolor o la muerte, los hombres tendemos a huir de todo lo que suene a crisis, pues le atribuimos significados nada agradables. Así, crisis suele ser sinónimo de “mal trago”, depresión, actitud violenta, aislamiento, apatía, etc. Y por lo tanto preferimos no sufrirla, ni que nadie de nuestro entorno caiga en una. Y ante una posibilidad de cambio incierto, pues eso son las crisis, exclamamos aquello de “¡Virgencita, que me quede como estoy!”.

Sin entrar en detalles, más propio de psicólogos, creo adivinar dos fuentes de crisis (seguro que hay muchas más) sobre las que voy a reflexionar:

1- Crisis por saturación. Nos sucede cuando asimilamos muchas enseñanzas o informaciones en un período corto de tiempo, con lo cual no hemos podido hacerlas nuestras y esgrimirlas con soltura; al contrario, nos hundimos en una gran falta de autoestima al sentirnos tan inútiles e impotentes, e incluso creemos saber menos que antes. Pero pasado un espacio de tiempo prudencial, toda esa enseñanza pasa a formar parte de nosotros engrosando nuestro saber, la crisis ha sido superada.

2- Crisis por decepción. Hay varios tipos de decepción, Platón en el Fedón incluso le pone nombre a una cuando habla de la “misología” (palabra que no existe); se refiere al odio a los argumentos cuando uno ve que todos pueden ser contraargumentados y por ello ninguno es de fiar (cuando están mal planteados, claro). Y por otra parte, está la decepción que una persona puede causar en nosotros, algo que cuando se sufre con muchas personas nos puede llevar a la misantropía, el odio al hombre, dejar de creer en el ser humano. Pero creo que esto podemos subsanarlo, en gran medida, a poco que aceptemos a cada uno como es, y no esperando demasiado de nadie, pues eso es en definitiva lo que causa la decepción.

En ambos casos de crisis hay una pérdida de rumbo en la vida, de claridad, de fuerza para seguir adelante, una inseguridad molesta que rechazamos con fuerza y que nos cuesta asumir, pero… ¡cuántas enseñanzas nos aporta! Y es que quizá la vida consiste precisamente en eso, en ir creciendo de mutación en mutación, y en aceptar, como diría Edgar Morin (creador del “pensamiento complejo”) que “navegamos en un mar de incertidumbre, entre islas de certezas”.

Dos hogares y un corazón «partío»

Solemos pensar, o eso me parece, que aquellos que vienen a nuestro país en busca de un mejor futuro, son personas que rompen sus lazos con su anterior vida en el país que los vio nacer, o al menos, que lo hacen en una gran medida, pero nada más lejos de la verdad.

Olvidamos que sus raíces suelen ser profundas, muy fuertes, y es lo natural; por lo tanto, son gente que inevitablemente tiene el corazón “partío” (permítaseme adjetivar de esta guisa). Un trozo lo tienen en su tierra natal, y sigue vivo en los recuerdos, en la complicidad con los paisanos que también están aquí, en las llamadas internacionales desde esos locutorios que crecen como setas, en las horas que pasan “chateando” con los que allí quedaron, en los objetos típicos traídos a escondidas, ya sean masticables, bebibles espiritosos o cualquier cosa cargada de amor patrio.

Su otra mitad, que a veces es un tercio, permanece aquí, en España, en esta variopinta piel de toro no bien avenida del todo (y disculpen por la rima fácil), con su nueva casa, o pisito, o cuarto, o cuartucho… También el nuevo barrio alimenta esa parte de corazón, y el trabajo que encuentran, y las amistades que hacen con nosotros, los de aquí.

Así pues, estamos ante personas con dos hogares, y todo lo que eso significa de nostalgia, esperanza, recuerdos, miradas vidriosas… Y puede ser que, por la puerta de ese músculo enternecido, absorbido por una de tantas sístoles, te veas invitado a su mundo, a su casa, a tomar algo propio de su país. Y si eso sucede, no nos extrañemos de que en medio de tan exótico ágape, te muestren un enorme calendario con la foto de una hermosa ciudad costera, y te señalen con orgullo y alegría el lugar donde viven… ¡al otro lado del Atlántico!

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Banda sonora

Por fin es viernes, he terminado algunos trabajos, otros tendrán que esperar, y mientras suena Norah Jones de fondo vienen a mi memoria algunas ideas que, no hace mucho, revoloteaban sobre mi cabeza, o sobre donde quiera que esté el centro de mi consciencia, pues uno ya no está muy seguro de nada. Dicen que cuando a un japonés se le pregunta con qué piensa se señala el estómago (quizá por eso se coman a los delfines). Y por otra parte, han descubierto que la zona del corazón tiene entramados neuronales parecidos a los del cerebro, por no hablar de la actividad que se percibe en esa parte que tantas cosas inspira. En fin, que las ideas, cansadas de esperar, me han tomado al asalto y aquí estoy, siendo su embajador, su altavoz, su vida encarnada, y tal y tal… ¡pero qué pesado estoy hoy!

El tema son las bandas sonoras que escuchamos en las películas, elemento imprescindible que nos mete en situación, en cualquier situación; nos pone románticos antes del beso y durante también; y nos acojona sin motivo aparente como a títeres que permiten manipular sus emociones. Nada sería el cine sin las bandas sonoras; haced la prueba, qué vacío tan grande, qué soledad, qué nadidad más insoportable, ¿verdad? Y yo me pregunto, como siempre hago cuando no entiendo algo o no me cuadran las cosas: si en la vida real no hay banda sonora, ¿por qué es tan importante en el cine? ¿Qué representa la música?

Y digo todo esto porque yo también quiero una banda sonora, deseo despertarme con Mozart, trabajar con Freddie Mercury, hacer el amor con el Bolero de Ravel y dormirme con una nana, por ejemplo. Pero todo ello sin tener colgado de mis orejas un auricular enchufado a un emepetrés, no, no, que surja del espacio al igual que en el cine.

Veamos, veamos qué puede ser eso de la música en el cine… Quizá esté sustituyendo algo que tenemos las personas cuando contamos una historia, pues cuando alguien me cuenta su vida (y lo hace con cierta gracia) no echo de menos nada. ¿Será la calidez de la voz, la presencia real del otro, su mirada? Es posible, a fin de cuentas la música surge de los movimientos interiores del músico, sus emociones, sus ideas, sus miedos y bravatas, etc., en definitiva, de todo su mundo interior, algo que está en todos nosotros y que no podemos evitar mostrar al expresarnos. Creo que eso es lo que no tiene el cine, y lo que la música trata de sustituir.

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Somos espejos unos de otros

Esta reflexión la he completado, más o menos, siguiendo un periplo de experiencias que vienen desde varios meses atrás. Primero llamó mi atención el diálogo de una película de danza. En ella, un maestro de baile le decía a su pupilo que está bien mirarse al espejo, pero sólo hasta que esa imagen reflejada pueda ser interiorizada en uno mismo, y así no depender de ningún espejo para saber si estamos haciendo algo mal. Más tarde hice algunas confesiones en un blog que resultaron no ser muy afortunadas por lo polémicas; entonces alguien me animó, con su comentario, diciéndome que no me preocupe, que está bien que nos expresemos con sinceridad y ver qué provocamos en los demás, pues todo filósofo necesita de un espejo, que son los demás, para verse a sí mismo.

Hace pocos días una buena amiga me dijo que a veces se veía reflejada en mí, con lo cual me recordó todas mis anteriores experiencias con eso de los espejos y las imágenes que se reflejan. Efectivamente, nos reflejamos en los demás, así lo creo yo también, y ese es, al menos, uno de los sentidos de las relaciones entre las personas, y mientras no surja dependencia es hasta bonito, pues en gran medida somos eso, espejos unos de otros donde mirarnos, imágenes que hablan de uno u otro. Y no solo por lo que nos digan de nosotros, sino porque vemos cómo reaccionan ante nuestros actos y palabras, lo cual nos lleva a reflexionar sobre nosotros mismos, y si hacemos daño a alguien nos preguntamos: ¿qué hay en mí que ha provocado tal efecto?

Pero como todas las cosas, al menos en este mundo de dualidades, esta idea tiene su contraparte, pues tampoco hay que olvidar que un espejo sólo refleja imágenes, y tampoco hay que confiar demasiado en ellas. Yo he conocido gente en la que me reflejaba y me devolvía una imagen de seguridad que me decía: «estas en lo cierto, tienes razón, te comprendo», pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que no era tan así, que esa persona acaba por seguir su propio camino y que la imagen que entonces proyectaba sólo tuvo validez durante un tiempo, pero no para siempre. Es duro darse cuenta de eso, pero la soledad que queda al perder ese reflejo es lo real. La soledad y quizá la interiorización de nuestra propia imagen que nos permite seguir adelante, aun sin espejos…

Palabras exclusivas

Tengo entendido que los idiomas son mucho más que un conjunto de signos que sirven para comunicarse, mucho más que la suma de palabras que nombran cosas, acciones o ideas. Un idioma esconde, o más bien muestra, la forma de pensar de un pueblo, y con ello su manera de sentir, su carácter, su estilo de vida. Y, cómo no, el castellano, y otras lenguas próximas, son privilegiadas en ese sentido por toda su riqueza lingüística.

Si no recuerdo mal, fue Julián Marías quien hizo un estudio sobre la palabra “ilusión” (creo que en su libro: Breve tratado de la ilusión). Destacando que en otros idiomas esa palabra tiene connotaciones negativas, pues es sinónimo de iluso, de persona ingenua, de castillo en el aire, con lo cual “estar ilusionado” no tiene el mismo significado que le damos nosotros, el de ser optimista con respecto a un proyecto, o un suceso futuro.

También la palabra “disfrutar” (según me contó una amiga francesa) no tiene un equivalente en francés; para ellos lo que más se le aproxima es algo así como “aprovechar la ocasión”, pero tal expresión no tiene nada que ver con esa alegría y felicidad que aquí atribuimos al hecho de disfrutar.

Pero también sucede que las expresiones de otros idiomas se contagian, de forma que tomamos prestada una palabra cuando no existe entre nosotros aquello que se nombra. Y hay un ejemplo muy triste de ello. En España vivíamos muy tranquilos (salvando algunos acontecimientos históricos) hasta que otros estilos de vida nos invadieron, y con ello sus consecuencias, por eso echamos mano de la palabra “estrés”, algo desconocido para nosotros hasta no hace mucho.

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Las botas de Van Gogh

Esta historia se la debemos a Paul Gauguin, que compartió una habitación con Vincent en Arles allá por 1888. Nos cuenta que en el estudio había un par de botas claveteadas llenas de barro de las que hizo una notable pintura. Intrigado por la razón para guardar semejante pingajo, se atrevió a preguntárselo un día. Entonces Vincent le contó la historia de ese par de zapatos.

“Mi padre era pastor, con lo cual estudié teología. Una mañana, sin decir nada a nadie, marché a Bélgica, siendo muy joven, dispuesto a predicar el Evangelio en las fábricas, pero no como me enseñaron sino como yo lo entendía, pues creo que Jesús ama a los pobres. Esas botas soportaron muy bien el viaje”.

Pero hay más. Según cuenta Gauguin (que lo tacha de loco), mientras Vincent predicaba a los mineros de Borinage, hubo una explosión de grisú, cuya víctima, dado el grado de quemaduras y mutilación que tenía, fue desahuciado por el médico, que llegó a decir que solo un milagro podría salvarlo. Vincent se entregó a su cuidado con toda su alma, permaneció con él durante cuarenta días, atendiéndole con tanto cuidado que le salvó la vida.

Las cicatrices del rostro de ese hombre, resucitado por el milagro del cuidado, se le aparecieron a Vincent como las cicatrices de una corona de espinas, por lo que tuvo la visión de la corona de espinas del Cristo resucitado. Este era el auténtico motivo por el que todavía no se había desprendido del par de botas (cual reliquia) que llevaba cuando tuvo esa visión. Las botas en las que Vincent hizo resucitar a Jesús, el Jesús que mora en lo más profundo de cada uno.

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