Llega a las dos de la mañana de una boda llena de encanto que ha durado doce horas, en la que los novios se querían con una sinceridad que se palpaba en sus miradas.
Cuando por fin aparca en su plaza de garaje, se fuma un cigarro escuchando música en el coche, el último de hoy. Siente que la vida merece la pena, que el mundo es un huerto y él un montón de semillas. Sonríe y se guiña un ojo en el retrovisor.
Una vez puesto el pijama, ya en casa, se tumba un rato junto a su hijo, al que mira comprendiendo cosas que no sería capaz de explicar con palabras.
Se sienta un rato en el ordenador y encuentra una foto de una persona que un día le abrió el corazón, se lo llenó de vida y soltó el abrazo que los unía para no volver. «Porque el amor, cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren», entona, expresamente para él, la canción de Sabina que suena en el mp3.
Decide acunarse entre las sábanas, consciente de que todas las pequeñas cosas vividas en un solo día pueden ser simplemente momentos que suceden sin más, o también, si las miramos de cerca, expresiones de amor que se dan la mano, una a la otra.
Antes de dormir, un beso de ternura y agradecimiento a aquella que duerme a su lado.