El semáforo estaba en rojo para los peatones y en verde para los pensamientos. Ana sonreía despistada mientras observaba la forma de las nubes con desdén. En ese momento, el miedo a no saber cuál era el siguiente paso le impedía recordar de dónde provenía el aroma sabroso que le pringaba el orgullo.
Acompasó al resto de personas que comenzaron a andar en su misma dirección, sin saber exactamente a dónde iba, excepto que solo sería hacia delante.
Algunas frases iban escurriéndose despistadas en su cabeza. Eran ideas leídas en libros que habían anidado en el mundo de los sueños durante años, convencidas de que era el único lugar en el que subsistirían.
El cartel de la estación de autobuses apareció ante sus ojos. Buscó el correcto, dejó caer la bolsa en el maletero y se relajó en el asiento más confortable del mundo, con vistas al futuro.
¿Qué había cambiado para que por primera vez estuviese despierta en aquella estación? La costumbre de buscar las respuestas fuera le hizo mirar por la ventana y se topó con su propio reflejo. Tenue, eso sí, pero suyo. Esta vez la sonrisa surgió de su magma y como un volcán que conoce su momento, la risa, las lágrimas y la comprensión estallaron a la vez.
Ese cristal le había dado la mejor respuesta.