Las más de las veces nos movemos por la vida con un miedo terrible a equivocarnos, como si nuestra dignidad (y con ello la autoestima) se pudiera ir al garete por un desliz. Y bien está tratar de hacer las cosas lo mejor posible, poner sinceridad en lo que hacemos y que todo funcione sin problemas. Al error que me refiero y que tanto miedo nos da, es el que puede surgir (o no) cuando hacemos algo imprevisto, cuando nos dejamos llevar por el corazón, por una esperanza, por un sueño, por una intuición que nos impulsa a lanzarnos al ruedo de vivir.
En ocasiones convertimos nuestra vida en pura rutina por faltarnos ese soplo, ese empujoncito que venza el miedo a… ¿A qué? ¿Al ridículo, al qué dirán? Y mientras esto nos sucede, en mayor o menor medida, la vida pasa y nos quejamos amargamente de nuestra suerte, o nos conformamos con ver otras vidas en las películas, o lo que es peor, a opinar sobre la vida de los demás.
No nos damos cuenta de la riqueza que podemos encontrar tras esos posibles errores que finalmente suelen convertirse en aciertos, porque lo acertado siempre es vivir, buscar, crecer, realizar la inquietud que por dentro nos quema. Y no es que yo lo diga, esto es una vieja enseñanza que Jung convirtió casi en ciencia: «Se puede morir de la vida no vivida».