Durante muchas tardes, conversamos en aquella misma mesa que tan bien nos conocía, y en ocasiones pensé que hasta los cafés eran los mismos. Quedábamos los miércoles a las cinco, como los toreros, para charlotear, comentar y dibujar paisajes del puzle de la vida.
Enfrascadas en una de esas deliciosas batallas dialécticas en las que ambas ganábamos, al menos en conocimiento y entretenimiento, me dijo un frase que me dejó sin respuesta:
«Aún no te has dado cuenta de que lo más importante de tu vida, eres tú».
Me quedé pensando un rato. Había tantas cosas que se me ocurrían más importantes que yo o, cuando menos, igual de importantes: mis hijos, todos las personas en general me parecen igual de importantes, o actuar con un sentido generoso o al menos no dañino era también algo importante para mí… Me sonaba muy egoísta aquella frase.
La idea no quedó en el aire y al tiempo comprendí, al fijarme en las plantas, que a menudo tienen cogido el sentido de la vida mejor que yo. Miré los frutos silvestres y los de huerta, unos más dejados y otros más cuidados, unos más débiles y otros más sanotes.
Ciertamente, pensé, yo quiero ser un melocotón de los gordos y sabrosos. Eso sería bueno tanto para mí como para cualquiera que coma del pedazo de melocotón que puedo llegar a ser. Y para eso, más vale que me ocupe de ello yo misma, de ser aquella que quiero ser, y no un frutillo silvestre, que se deja llevar por las circunstancias meteorológicas.
¿A que al final voy a ser lo más importante de mi propia vida?