Los filósofos, y más aún los aprendices de filósofos, no nos consideramos en posesión de la verdad, sino buscadores de la misma. Y digo esto porque hoy quiero hablar de un asunto de gran actualidad, sobre todo en el país en el que me encuentro esta semana (EE.UU.), y sobre el que no tengo una opinión formada.
Se trata del muro del que EE.UU. acaba de aprobar su construcción para impermeabilizar la frontera con Méjico (que me perdonen los puristas, pero suelo escribir EE.UU. en lugar de USA y Méjico en lugar de México).
A los europeos la palabra muro, como en los test psicológicos de Galton de asociación de palabras, nos trae a la mente la palabra vergüenza. Y así, desde España, nos parece que levantar un muro para aislar EE.UU. de la inmigración centro y sudamericana es una vergüenza.
Es una vergüenza que los hombres no solo impongamos fronteras artificiales en un planeta esférico que no tiene «bordes», sino que además reforcemos las fronteras con muros.
Es una vergüenza que no hayamos aprendido nada tras la Segunda Guerra Mundial y la división europea que culminó 16 años después en el Muro de Berlín. Y que ahora Israel quiera también construir un muro en Gaza.
Es una vergüenza que quienes vivamos en la opulencia de un primer mundo queramos aislarnos de ese tercer mundo «sucio y pobre», que amenaza nuestro derroche. Y sin embargo, quienes quieran ir de EE.UU. a Méjico, para comprar medicinas más baratas (subvencionadas en parte por la Seguridad Social mejicana) o quien quiera vivir su jubilación en un país menos caro, tenga las puertas abiertas.
Es una vergüenza que a los inmigrantes sin papeles se les llame ‘alienígenas ilegales’, como si fueran sacados de una película de ciencia ficción para asustar al norteamericano medio.
Pero por otra parte es la desesperación creada en su propio país, por sus propios gobernantes corruptos, incapaces y deshonestos y su propia gente, sin ilusión y a la búsqueda de una solución parcial, egoísta y a corto plazo para huir de un país que no le da esperanza alguna. Y ante esto, ¿qué hacer?, marcharse a otro país que funciona mejor, porque sus ciudadanos se han preocupado de que sea así, y además sin aceptar las costumbres ni la cultura del país que les acoge, sino queriendo imponer las suyas propias, por muy medievales que parezcan.
Como os digo, aunque mi conciencia me diga «¿muro?, no gracias», creo que la inmigración debe controlarse y regularse de alguna manera para favorecer la integración, para evitar traspasar los problemas de un lugar a otro de la frontera, y para buscar soluciones mejores que posibiliten un desarrollo en el país de origen, en lugar de esperar a que los demás nos arreglen nuestros problemas.
¿Qué opinais los demás?