La avaricia es algo que descubrí desde joven. Entiendo que denota en la persona una falta de seguridad que busca subsanar acaparando bienes. Recuerdo, siendo niño, que el sobrino del cura y yo nos hicimos “socios” durante los meses de verano. Montamos lo que en Valencia se llama una “paraeta”; para ello y sin licencia de apertura ni impuesto de actividades económicas, juntamos una buena cantidad de tebeos y juguetes usados, y en la misma plaza de la iglesia expusimos sobre una vieja manta nuestra valiosa mercancía. Pasaron los días y, cuando reclamé mi parte en los beneficios, pues él llevaba las cuentas, me miró como si no entendiera nada, como si yo no existiera. De nada sirvieron mis amenazas ni mis quejas a su tío el cura. Me llevé una gran decepción; desde entonces no soporto la avaricia y creo, incluso, que aún me dura el trauma, pues miro con sospecha a ese terrible y maravilloso señor “don Dinero”.
Sin embargo, debo reconocer que la avaricia, a veces, provoca situaciones graciosas, como es el caso de la «histeria de los tulipanes» de Holanda en 1635. El precio de esos bulbos alcanzó tal valor en bolsa que se llegó a intercambiar una fábrica entera a cambio de un solo bulbo. El caso es que los inversores llenaron sus cajas fuertes de bulbos con la esperanza de hacer negocio especulando, cosa que no pudieron hacer al normalizarse su valor, con lo cual, arrojaron toda su inversión en los campos de Holanda, convirtiendo al tulipán en todo un símbolo del país.
Creo que nuestro estilo de vida occidental está tocado con esa, nada mágica, varita de la avaricia, que la visión del mundo como algo material y mecanicista (a lo que no niego su parte de razón) ha provocado que nuestros más altos anhelos (no contemplados en estos esquemas) se expresen por alguna parte, y la puerta elegida ha sido la seguridad material que otorga acumular bienes, y claro, todo lo que ello conlleva de progreso industrial, especulación del suelo y la vivienda, explotación de la naturaleza, etc.
Ya siendo niño me di cuenta de que esta visión pragmática del mundo, que asumimos como natural y por lo tanto no nos damos ni cuenta de que la ejercemos, es incompleta; así de sencillo: es insuficiente.