Desde muy joven siempre me llamaron la atención esas películas donde una máquina, un cerebro electrónico, acababa comportándose como un ser humano. Recuerdo que solía reflexionar: si el hombre es una máquina, ¿por qué no va a ser posible crear una máquina tan perfecta que sea capaz de dar a luz un alma, o encarnarla? Ya sé que es ingenuo pensar eso, que a lo más que podemos llegar es a la inteligencia artificial, y que en tal caso no se deja de actuar con respuestas automáticas, muy sofisticadas, pero programables a fin de cuentas.
Pero entonces, ¿por qué nos emociona tanto ver a una máquina con sentimientos? Es una fórmula que funciona, y el cine ha dado buena muestra de ello, por ejemplo:
– 2001: Una odisea del espacio. Dirigida por Stanley Kubrick en 1968; en ella el ordenador HAL 9000 se equivoca y para disimular (muy humano) se carga a varios tripulantes.
– Engendro mecánico, película de 1977 dirigida por Donald Cammell. En ella, un superordenador se niega a decir cómo sacar petróleo del fondo del océano para no perjudicar la vida marina, y luego se las arregla para renacer en un ser de carne y hueso.
– Blade Runner, dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1982. Todo un clásico de la ciencia ficción, donde el androide Nexus-6, poco antes de morir, se convierte en poeta cantando a la belleza de todo lo que ha visto, y muestra su pena porque todo eso se perderá en el tiempo «como lágrimas en la lluvia».
– Yo, Robot, de Alex Proyas, protagonizada por Will Smith, en donde el robot NS-5 desarrolla simpatías y hasta podemos encontrar psicólogos de robots.
– El hombre bicentenario, protagonizada por Robin Williams y dirigida por Chris Columbus. Un alma de artista surge en Andrew, un autómata de serie.
Personalmente, la que más me ha emocionado siempre es Blade Runner, y las razones que se me ocurren son varias. Por un lado, sigue siendo un misterio cómo el hombre dejó de ser animal, regido por instintos (hombre-máquina), y pegó el salto para convertirse en un ser consciente de sí mismo (unos más que otros, claro), con toda su riqueza de sentimientos, ideas, expresiones, etc. Es como si esos argumentos de película nos pusieran frente al misterio de esa realidad de una forma directa y desnuda.
Creo que nos identificamos con las máquinas, con esos androides programados que no saben hacer otra cosa que repetir y repetir (algo que el ser humano también hace), y no podemos dejar de emocionarnos cuando uno de ellos, de manera inexplicable, rompe con las cadenas de su automatismo y se convierte en… «algo más».