Algunos mágicos y serenos momentos el trigo acaricia nuestras rodillas, aire con la temperatura perfecta repasa nuestro rostro y nuestra ropa, los pulmones crecen todo lo que pueden a la par que la sonrisa, guiados por la alegría interior que nos genera sentirnos en armonía.
A veces nos sentamos en el suelo para seguir siendo, observar tranquilos lo que es con nosotros y apoyar nuestra espalda en un tronco grueso, fuerte en sí mismo. Un árbol que pasa inadvertido, pues no se mueve demasiado, nos da el respaldo que precisamos sin queja, reclamo ni inconstancia.
Ese árbol, que parece inerte al lado del ruidoso río, tiene un alma tan vieja como la mía, mas su sabiduría le hace no precisar de muestras excesivas. Se expresa, sabe, sólo hay que hacer silencio y comenzaremos a oír sus palabras, de las más sutiles y más sabias, las que se escapan al ser.
Cada día, cada noche disfrutamos el momento en que nuestro lecho nos acoge. En ocasiones, ese lecho tiene brazos serenos, otras, manos ligeras en su movimiento o profundas en sus intenciones. Nos cuenta: «estoy aquí, déjate caer, no darás contra suelo duro ni sábana fría, yo limpio de dificultad tu descanso para que tus sueños sean reconfortantes».
Una madre nos cuida cuando ya no está madre, se levanta en la noche por nosotros, trabaja para los nuestros, guía en las tormentas hacia mí misma, sabe esperar más de lo que yo nunca seré capaz, es la roca más alta sin la cual el halcón no sería el ave con la mejor situación, sombra si el sol amenaza, manta si el frío acecha, piernas si el cansancio vence, termómetro de mi ánimo.
La armonía, el árbol en que descansa mi espalda, mi lecho.
Aunque la ceguera un día impida que mi corazón detecte tanta belleza, aunque la edad escasa haga que corra hacia el inalcanzable arco iris, o la edad excesiva que ya no sea capaz de moverme, y con todo ello parezca que no sé quién eres, aquí te digo que no es así. Sé quién eres.
A mi esposo;
diecinueve años después de encontrarlo,
aún estoy empezando a conocerlo.