Cierta vez, y con intención de arreglar mi huerto, fui a un comercio de Chiclana a comprar un palín. Me habían dicho que era un instrumento muy útil, no solo para el huerto, sino para plantar árboles, hacer parterres y otras cosas.
Fue fácil encontrarlo. Al parecer era una herramienta de uso muy común entre los camperos. Cogí uno que me pareció fuerte y fui a la caja a pagar.
Allí, junto a mí, estaba un campero de los de antes. Era anciano, como de setenta años al menos, con su piel arrugada por los soles, su gorra de visera y su mirar socarrón. Me miraba cómo yo sonreía ilusionado con mi palín en la mano, imaginándome lo bien que dejaría mi campito y el huerto.
Sin más, me abordó y me dijo:
–Joven, ¿ya sabe qué tiene que hacer con ese palín?
Le respondí un tanto confuso:
–Bueno, algo me han explicado. Se hunde en la tierra, se clava con un golpe de los pies y luego, haciendo fuerza de su largo mango hacia uno, se levanta el trozo de tierra que se pretende. Es trabajoso, pero es indispensable para muchas faenas del campo.
–Nada de eso –me respondió–. Cuando llegue a su casa, lo que tiene que hacer es meterlo detrás de la puerta más escondida de su campo y olvidarse inmediatamente de que está ahí. Se ahorrará muchas fatigas…
Le sonreí, agradeciéndole y festejando su ingenio…
Esta anécdota graciosa, inevitablemente gaditana, se me quedó grabada, y a veces la cuento a mis amigos como un chiste que viene a cuento cuando tratamos por todos los medios de evitar un trabajo fatigoso, aun teniendo los medios para hacerlo. Y hoy os la cuento con un motivo muy concreto.
He oído decir que, ante situaciones dolorosas que nos trastornan, lo mejor es meterlas detrás de una puerta que rara vez se abre. Quiere decirse, olvidarlas y enterrarlas. ¿De qué nos serviría mirarlas, si nos van a recordar que hay trabajo por hacer y que, además, disponemos de la herramienta para ello? No tendríamos excusa para no abordar el trabajo.
No niego que, a veces, sea preciso borrar de nuestro presente algunas cosas para las que, de momento, no disponemos ni de herramientas ni de fuerzas para afrontarlas. En muchos casos es estrictamente indispensable hacerlo. Intentar torear a un toro sin conocimiento, sin capote, ni muleta, ni cuadrilla que esté al quite, es un suicidio. El toro a buen seguro que nos destripará.
Pero es nuestra responsabilidad saber que eso está ahí, sin resolver, en espera de que crezcamos y de que, una vez fuertes, seguros, y con las armas necesarias, nos echemos al ruedo y breguemos con ese toro.
El hecho de que ese toro esté encerrado en nuestro interior no nos libra de sus cornadas. Las da, y muchas, pero, insensibilizándonos de las heridas recibidas, pretendemos vivir como si nada hubiera ocurrido.
Pero, como se suele decir, la realidad es muy tozuda y, a pesar de negar su existencia, sigue ahí, como un tumor que espera pronto su cirugía.
¿El olvido lo curará? ¿El tiempo lo hará más débil cada vez? ¿Se sanará solo, por sí mismo? Sabemos que no. Somos nosotros mismos los responsables, somos nuestros propios cirujanos, somos los toreros.
Y si hacemos caso de tan disparatada recomendación, pasaremos toda nuestra vida arrastrando asuntos sin resolver, que nos irán carcomiendo, sin que logremos saber cómo ni por qué, nuestro ser interior.