Es ahora una mesa lo que habito cada mañana. Una redonda, cubierta de melamina gris, silenciosa y compañera. Es la última de una hilera de ellas, la que está más arrinconada, más íntima, casi escondida entre la extensa población de libros apoyados uno tras otro, estante sobre estante.
El multitudinario silencio llena este lugar en que la palabra demuestra su poder, una biblioteca de barrio, actual y con sabor. Curiosa mezcla de irresistible atractivo.
En cada descanso tras un par de horas trabajando, doy un paseo que resulta necesario y reconfortante. Leo títulos al azar y me detengo ante algunos con buen sonido: «El juego de la vida», «La felicidad según Séneca», «Reflejos del cosmos», «El arte de la impermanencia», «La obra poética de Luis Cernuda», «Cordura y locura en Cervantes»…
En cada uno una ojeada, un momento de intriga y enseguida otro de decepción o, si hay suerte, de disfrute que lo hace recomendable bien para la sección de reseñas, bien para deleite propio.
Con todos ellos, la imagen inventada de su autor me viene a la cabeza. Cada portada es una vida, una gran apuesta, un vuelco de aprendizajes e intenciones. Vanidades oportunistas o vocaciones pedagógicas, todas igualmente válidas para reconocer al ser humano tras sus páginas.
Son una puerta a otra persona que veía el mundo de un modo determinado y tuvo el valor de escribirlo. Alguien a quien podemos conocer por sus planteamientos, expresiones y conclusiones.
La manoseada frase científica «la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma» se hace patente mediante los libros. Un legado mental, sentimental, conclusivo de lo que fue un ser permanece si este lo deja escrito. Pero se transforma, otro hombre lo toma como suyo a partir del momento en que lo lee sin poder evitar comprenderlo con el filtro personal de su cultura, su entendimiento, su visión del mundo.
Pedazos de la gran verdad de la vida que muchos descubrieron y solo algunos plasmaron, van y vienen por los libros, impolutos en su esencia, deformados en su materia, a través de cada ser humano que, lleno de buena fe, coge entre sus manos un libro, perennes transmisores de ideas.