Desde que empecé a escribir en este blog, o quizá desde un poco antes, me muevo por estos mundos de Dios con un punto de atención mayor del que tenía antes, fijándome en las cosas que me suceden y cómo me afectan, tratando de tener una mente abierta a las enseñanzas que se puedan ocultar en cada momento. Pues en eso andaba cuando hace unos días cogí el metro de Madrid, rico en género humano, coincidiendo en el vagón con dos personas, desconocidas entre sí, aquejadas de algún grado de paranoia.
Uno de ellos no dejaba de repetir, una y otra vez, dos o tres frases recurrentes sobre las mujeres y el Real Madrid, finalizándolas con un contundente ¡Ahí queda eso, ahí queda eso! La gente del vagón, entre los que me incluyo, no podían evitar sonreír, pero el que más abiertamente se divertía era el que, cada dos minutos aproximadamente, tosía de forma sonora y artificial como queriendo llamar la atención. Eso me resultó curioso…
Pero conste que no los quiero llamar paranoicos, no me gustan las etiquetas, son como sentencias a cadena perpetua, y nadie merece llevarlas. Todos nosotros, a lo largo de la vida, vamos coleccionando un buen número de ellas, pero valen, como mucho, para un período muy concreto de tiempo. El hombre no está nunca “acabado”, siempre se mueve, cambia, crece y supera infinitos obstáculos. Esa es la verdadera historia del hombre.
Se me ocurre que andar poniendo etiquetas es también una forma de paranoia (¿lo es?), pues resulta ser algo que hacemos repetidamente, sin darnos cuenta, y con la falsa seguridad de que controlamos lo etiquetado. Decimos: Fulanito de tal es esto o lo otro, y así se acaba con el problema, el misterio del tal fulanito ha sido resuelto… No nos extrañe luego llevarnos sorpresas, porque las etiquetas nunca se ajustan a la realidad. Si no nos dejáramos llevar por lo fácil que supone etiquetar, entraríamos en otro plano, saldríamos de nuestro pequeño mundo y nos encontraríamos con uno mucho más amplio, el de la comprensión, una actitud, sin duda, más propia de filósofos.