Vivo en una pequeña ciudad costera española, con unas estupendas playas. De todas ellas, la más pequeña está cercana al centro de la ciudad y a ella va solo la gente que vive en el casco antiguo: pocos son los veraneantes que en ella se bañan. Cuando me trasladé aquí no quería ir a ella, a pesar de la pasión que todos mis amigos tenían por esta playa. Pero con el tiempo, me he dado cuenta de que esta es la playa en la que uno se siente más filósofo.
Cuando uno va a una playa “normal», parece que en todo momento hay un interés por aparentar ser lo que uno no es. En esta playa no hay problema: siempre encontrarás alguien mucho más gordo o mucho más delgado que tú, mucho más alto o mucho más bajo que tú, mucho más blanco o mucho más moreno que tú, con un traje de baño que le sienta peor o con una peculiaridad física más llamativa que la que a ti te puede acomplejar. En definitiva, gente feliz y sin complejos que van a la playa a pasar un buen rato sin necesidad de aparentar que son jóvenes con un bronceado perfecto, tipo de actor de cine y “cuerpo danone”. No, la gente “normal” no es así: no somos físicamente perfectos, porque ni siquiera los grandes modelos lo son, ahora que sabemos que muchos de esos cuerpos son fruto de muchas horas de retoque fotográfico o digital.
En esta playa vas a bañarte (si el Levante no trae muy fría su agua), a pasear entre fina arena, rocas de marisqueo o barcas de pescadores, a tomarte desde una bebida fresquita hasta una auténtica berza en su olla con todos sus avíos, o a jugar con la puesta del sol al bingo. Y todo ello sin que te preocupe que este año los kilitos del invierno se quedaron una vez más en la cintura o que todavía no has cogido un buen color.
No recuerdo dónde leí que la sociedad se ha vuelto adolescente (o infantil) y ahora son más envidiados los cuerpos con mejor apariencia (por eso la pasión por la comida “light”, por los bioalimentos, por los gimnasios, por la musculación), en lugar de buscar un mejor contenido, una mejor alma o una más profunda sabiduría, fruto de la experiencia y que antaño residía en los más mayores (antes eran llamados “ancianos” y no había ninguna connotación peyorativa).
El filósofo tampoco tiene complejos porque puede distinguir los valores duraderos de las apariencias. Sabe que siempre encontrará alguien más joven, más alto, más bello, más atlético que uno mismo, pero que a quien realmente tomará como modelo será al más sabio para poder aprender de él. En fin, también la playa es para los filósofos