Iba camino de casa pensando en los amigos, en la amistad. Pero una racha de tórrido levante apartó mi mente de esos pensamientos y la llevó a mis frutales y a mis plantas. Este verano ha sido muy malo para todas (con algunas excepciones). Algunas muy queridas se me han muerto, o así creo, porque no sé si revivirán. La pequeña begonia que me regalaron las monjas, la que esperé varios meses viendo impaciente sólo el palito desnudo, hasta que echó sus dos primeras hojitas, la vi hace unos días medio muerta, si no muerta del todo. Los dos granados enanos que me regaló una amiga también los encontré secos. Y el níspero de Yayo, que aún está en una maceta en espera de su nuevo hogar, tenía sus hojas colgando, y fueron para mí casi físicamente audibles sus gritos pidiendo… ¡tierra y libertad!
Pensé en cada uno de los frutales y arbustos cuando los llevé al campo. Me acuerdo de la historia de cada uno de los que allí hay. Y también de otros que planté, cuidé, regué, aboné… y al final, y a pesar de mis esfuerzos, murieron.
Primero había que buscarlos por los viveros, por los mejores viveros de la Bahía. Y no cualquier árbol ni cualquier planta, sino las especies que pensaba que se acomodarían mejor a mi tierra. No todos son de mi tierra y de su clima. Y también había que tratar de encontrar los mejores ejemplares, según mi escaso entender, pero eso sí, preguntando a todo aquel campero que se cruzaba en mi camino y que mereciera mi confianza.
Cuando ya lo tenía en el Campito, tenía que buscarle el mejor sitio, porque no todas las plantas necesitan lo mismo. Unas quieren mucho sol, otras poco y algunas ninguno. Igual ocurre con el agua, la tierra y el aire. Alguna tuve que cambiarla de sitio varias veces hasta que en su nueva ubicación la veía feliz y fuerte. Y en el sitio elegido tenía que excavarle un buen hoyo, añadir tierra adecuada para ella, hacerle un cerco al gramón a su alrededor para que no le molestase, abonarla y regarla abundantemente. Cuando terminaba la faena, siempre la miraba atenta y cariñosamente y en mis adentros le preguntaba en silencio:
–¿Te falta algo más? Y si la veía a gusto, me marchaba pidiendo a la naturaleza que la tratara bien, y a ella, que fuera fuerte hasta que crecieran sus raíces.
Siempre que iba por allí miraba una y otra vez sus hojas y sus brotes. Comprendía que los pulgones también tienen que comer, pero yo siempre les gritaba enfadado: «¡comerse los del vecino, si os da lo mismo!». Cuando no eran los pulgones era los hongos o la cochinilla, y otras cosas que no sé ni lo que son, pero que sabía que la dañaban.
Los inviernos les buscaba abonos ricos, guano, o estiércol de cabra, o lo que fuera. Les daba sulfato de hierro, porque fortalece las raíces y a algunas, azufre para los hongos cuando era menester. También en invierno llamaba al jardinero para hacerles la poda, porque yo no quería arriesgarme, en mi ignorancia, a hacerles daño, y llamaba a un maestro en ese misterioso arte.
Y cuando no estaba con mis hermanas, en la ciudad, pensaba en cómo estarían, si el levante en verano o el temporal en invierno les habrían arrancado alguna rama o derribado algunos de sus frutos primeros.
Y pensé… la verdad, es un sinvivir, pero, al menos para mí, merece la pena. Yo las he cuidado, las he alimentado y las he protegido, pero ellas me bendicen con sus flores y sus frutos. Flores y frutos hechos por los elementos… con la ayuda de mis manos y de mi corazón.
De pronto recordé mi reflexión sobre la amistad…
Y comprendí que no me hacía falta ya reflexionar sobre eso. Mi campo y mis plantas ya me lo habían explicado.