Cuando se nos pregunta: «¿Acaso crees tener la verdad?», todos respondemos (ególatras exacerbados aparte) que no, claro que no. Pues la verdad es concepto demasiado gordo como para pretender tenerlo en exclusiva. Y, sin embargo, esa afirmación la desmentimos con nuestros actos, pues solemos defender nuestros criterios con uñas y dientes, hasta el punto de hacer de ello una cuestión personal de honra. Querer tener siempre razón es un síntoma de esto, con lo cual, cuando hablamos, no dialogamos, sino más bien ejecutamos un sentido monólogo. Y si alguien más listo que nosotros, o más fuertemente instalado en “la verdad”, consigue refutar todos nuestros razonamientos, no corremos a agradecérselo, ni muchísimo menos, le guardamos un extraño rencor, sobre todo si ha demostrado nuestro error en público.
Y yo me pregunto: ¿cómo es posible que lo que afirmamos con la cabeza tenga semejante desfase con el corazón? ¿O cabría decir con el hígado? Sin embargo, no quisiera caer en el tópico de decir aquello de “somos hipócritas”, “unos falsos”, “no somos conscientes de nosotros mismos”, “no nos conocemos”, etc., etc. Esto que cuento es algo tan usual, tan extendido (con muchas honrosas excepciones, claro), que presiento que algo se nos escapa, tiene que haber alguna razón diferente a lo que he expuesto, tiene que haberla porque creo profundamente en el ser humano.
Lo de querer tener razón (la tengamos o no), lo de creerse en poder de la verdad (aunque no lo reconozcamos), parece tener naturaleza de instinto, se parece a una vocación, como si una voluntad en nosotros hiciera fuerza para imponerse, y en ocasiones con tal empeño que pareciera le va la vida en ello.
Y… ¿es eso malo? Pues supongo que sí y no; es malo si no dejamos una puerta abierta y sincera a otros criterios, pues nos volveríamos aburridamente monotemáticos, y dejaríamos de crecer como personas. Pero también es bueno porque en todos nosotros hay una vocación de filósofo buscador de la verdad, y necesitamos sentir la seguridad de un criterio propio, de una verdad que es la nuestra, la que cristaliza nuestras vidas, las enfoca y las lanza hacia delante.
En ese sentido, cada uno de nosotros es una verdad andante de los pies a la cabeza.