No ser más… ni tampoco menos

 

A veces, en este ir y venir de la vida y sus situaciones, nos encontramos con retos complicados, conversaciones donde se supone hay que estar a la altura, o proyectos que nos parecen muy difíciles, con lo cual nos acobardamos, pues todo lo que implica cambio, novedad, esfuerzo suplementario, nos repatea el hígado. Entonces nos sobrevienen las dudas: ¿seré capaz yo de hacer esto? ¿Y si me sale mal? ¿Y si todos se dan cuenta de que no soy tan bueno como aparento ser? De esta forma complicamos y agrandamos el asunto, pues mezclamos la dificultad propia de la situación con nuestro deseo de agradar, y cierto miedo a perder el prestigio ante los demás, a hacer el ridículo, y que nuestra dignidad se vea dañada.

Pero, mal asunto si dejamos que la vanidad sea el motor de nuestras acciones… porque entonces estaremos persiguiendo ser fieles a una imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, una imagen repleta de prejuicios, enseñanzas que damos por válidas hasta convertirlas en creencias, de méritos pasados que nos enorgullecen y nos gusta mostrar, de opiniones ajenas que deseamos a nuestro favor, en fin, de tantas y tantas cosas adquiridas con el tiempo…

Pero si todo eso nos apresa y nos ahoga, hay que liberarse, hay que plantarse, decirse a uno mismo ¡basta! Y como decía un viejo poema que ya nunca más volveré a leer (pues lo he buscado sin suerte):

En ocasiones es necesario
mirar por encima de los tejados,
vaciar de trastos viejos el cerebro
y respirar un… ¡soy eterno!

Y entonces darse cuenta de que, en realidad, uno no tiene por qué ser más de lo que es, no podemos ser más de lo que somos, o alguien suponga que somos. Eso sí, sin tirar la toalla, sin olvidar que tampoco somos menos de lo que somos. Entonces uno ya está preparado para afrontar lo que tenga que venir con tranquilidad, con la serenidad de saber quién es uno, pues sólo puede esperarse de mí aquello que sea capaz de hacer, ni más, ni menos.

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