Paseando por uno de los múltiples senderos que salen entre los picos de Navacerrada, entrañablemente agarrada del hombro de mi hijo, iba dejando pasar sin descuido árbol tras árbol del bosque que nos abrigaba.
El cielo era únicamente azul, ni movimiento ni sonido ni mancha, solo azul. Eso sí, era un azul estrecho, de la medida exacta que cabía entre las esbeltas copas de los árboles.
De repente, un ave de la zona, llamémosle águila, mostró serenamente su envidiable capacidad, planeando a una altura inalcanzable durante minutos. Mi primer pensamiento al salir del ensimismamiento sufrido por aquella visión, se basó en la soledad que debía de sufrir aquel alado al que momentos antes estaba envidiando boquiabierta. Cosas tan grandes como la que él es capaz de vivir deberían poder ser compartidas. Tan grande y tan solo…
Y andando, andando, observando y nutriéndome, conectando con todo, sintiendo unidad, toqué, como se toca el fuego cuando vivimos pasión, con uno solo de mis dedos, un sentimiento de totalidad. Ahora no precisaba nada porque sin llevar conmigo en ese momento cosa alguna, ya las tenía todas. No añoraba nada porque todo estaba ahí. Todo sabido sin aprender, todo entendido sin buscar. Cómo te explicaría yo que Todo está ahí, en la tierra del camino, en la corteza del tronco, en el hielo, en tus ojos, en tus ganas.
En ese momento comprendí que aquel águila no se sentía sola, se sentía plena. Y a partir de ahí todo es compañía.
Una vez que te encuentras a ti mismo, todo es suma