«Si quieres resultados distintos, no hagas siempre las mismas cosas».
A. Einstein
Un magnate norteamericano viajó a Inglaterra invitado por un lord inglés, por la mediación de un amigo común.
El lord lo recibió a las puertas del vasto jardín que se extendía como una verde y cuidada pradera, al final de la cual se levantaba, solemne, su “castillo” (an english man home is his castle).
Recorrieron ambos, a pie, plácida y lentamente, el trecho que mediaba entre la verja y la casa, hollando silenciosamente el mullido césped, en amables minutos de paz y coloquio.
En poco tiempo, el americano, asombrado por la belleza de la inmensa alfombra, preguntó al inglés:
–¿Cómo ha conseguido Vd. tal perfección en su jardín? ¿Le ha resultado difícil? Si me explicara Vd. la manera de hacerlo, querría hacer algo como esto en mi tierra.
–Oh, es muy sencillo de hacer, se lo explicaré brevemente. Mire, solo tiene que preparar la tierra, sembrar el césped y, una vez nacido, regar moderadamente cada tres días, cortarlo cada semana y abonarlo al principio de cada temporada. Así de sencillo.
Si es Vd. constante y lo hace durante quinientos años, es seguro que tendrá con seguridad una pradera como esta.
Llevaba razón el inglés. Era sencillo. Solo que las labores no eran cuestión de hacerlas un par de meses.
Esta anécdota se me quedó grabada desde que la escuché, porque es muy ilustrativa de la importancia de la repetición en el logro de la maestría, cuestión de la que ya nos hablaba el pueblo egipcio antiguo.
En nuestra actual cultura, la repetición tiene mala fama. La llamamos rutina, sin darnos cuenta de que la rutina es repetición, pero con la falta de conciencia e intención de perfeccionamiento pierde todo su inmenso valor de experiencia.
Hoy decimos que el trabajo es embrutecedor y degradante. Y efectivamente lo es si se realiza sin conciencia y amor, si se lleva a cabo de manera mecánica. Y nos lleva lógicamente a la rutina, a la monotonía y, finalmente, al sufrimiento inútil. No es culpa del trabajo. Es culpa de la actitud del trabajador.
¿Cuántas veces hace una paella un buen cocinero?
¿Cuántas veces escribió y reescribió Khalil Gibrán “El Profeta»?
¿Cuántas veces repite el pianista el mismo fragmento de una sonata?
¿Cuántas veces hemos cambiado los pañales a nuestro bebé?
La repetición consciente establece una mágica relación entre el obrador y la obra, llegando ambos a ser una sola cosa. El alma del obrador se infunde en la obra, y la obra se impregna en el alma del obrador.
El obrador perfecciona la obra. Y la obra perfecciona al obrador.
¿Magia?