Alguien me dijo cierta vez que procurara hacer lo que menos sufrimiento produjera en la gente que me rodeaba y que me quería, lo que menos daño hiciera. Fue un consejo bienintencionado que mostraba la bondad de corazón de quien venía, persona muy querida por mí. Como tal lo tomé, pues, en consideración.
Pero no tardó mucho en acudir a mi presencia el alma de Nieztsche, quien me proponía constantemente su dilema. ¿Es mejor ayudar permanentemente al que, al borde de un fangal, siempre está en la tesitura de caer o no caer, al que parece que disfruta con esa situación de inestabilidad, sin ser capaz de decidir apartarse de él para siempre, y así evitar la caída inevitable algún día? ¿No es mejor empujarle, y, ya dentro del cieno nauseabundo, tomará conciencia de que no es el mejor lugar para vivir, saldrá con su propio esfuerzo y sufrimiento, y nunca jamás volverá a acercarse a tal sitio?
Probablemente así le evitaremos largas jornadas de padecimiento en las que no haría otra cosa que lamentarse de lo cerca que está siempre de la ciénaga, del mal olor que hace allí, y de que nadie se ocupa de llevarlo a un lugar más adecuado para vivir.
¿Sería, en tal situación, el empujarle, hacerle sufrir?
¿Hacemos sufrir a los amigos del alma cuando les señalamos sus errores o sus malos actos, sus actos innobles, sus desvergüenzas? Probablemente sí, pero de ese sufrimiento es posible que nazca una nueva actitud ante las situaciones más elevada, más noble y más humana. Y si ello no es así, no caerá sobre nosotros la culpa. Sí caerá sobre nuestras espaldas el pecado de omisión si ocultamos, disimulamos o permitimos a nuestro amigo un comportamiento deshonroso, sin hacerle manifiesto nuestro desacuerdo y repulsa.
Y si no reacciona, como dijo Nieztsche, y como es jugada habitual en el rugby… patada a seguir… y a la charca, a que le piquen los mosquitos…
Porque, ¿qué es sufrir? El verdadero sufrimiento de un hombre o una mujer auténticos inspiran temor y respeto, como cuando se besa en un entierro a una viuda joven que amaba a su marido.
Pero un niño llora y sufre porque su papá no le compra el juguete que quiere… o porque no le lleva de paseo donde él quiere… Y, lamentablemente, muchas veces nos comportamos como niños, e incluso algunos lo somos permanentemente.
¿Y qué hacer con el niño que tiene un capricho, que vemos que sufre porque no se lo damos, que patalea, que berrea, que llora, que sufre? Pues… no sé… a cada uno se le ocurre una cosa diferente, desde hacerse el sordo hasta darle una buena catea. Desde luego, lo más fácil y con lo que más rápidamente se tranquiliza, y el padre o la madre también, es comprarle el jueguecito. Pero esto sólo es la solución a corto plazo, porque con seguridad potenciará sus caprichos, y al final vendrá inevitablemente la tragedia.
¿Y a los “adultos” que se quedaron en la niñez? ¿Qué hacemos con ellos?