“El que sabe escuchar música sabe escuchar todas las voces”
Esta mañana, volviendo de sacar a Turca, me encontré en la puerta con mi vecino, el profesor de violín. Nos paramos un rato, y después de hablar un poco de todo, le saqué el tema de la música, que siempre me interesa, y del que no es fácil encontrar alguien con quien hablar.
Me habló de la orquesta de Granada, en la que estuvo, y de la viola, su instrumento. Me comentaba que en la orquesta, la viola era de los instrumentos un poco postergados, o ignorados por la gente en general, porque no lleva la voz cantante, ni estremece con la fuerza del bajo, ni es tan brillante como el piano o cualquier otro instrumento solista. Forma parte de la armonía que sostiene la voz que habla, de los tonos que dan los matices al tema que se expone. Le comenté que, estando yo en una coral, notaba que ocurría algo parecido con la voz de las contraltos, que en realidad equivale en la orquesta a las violas.
Y es cierto, pensé: cuando se escucha cantar a una coral, es difícil escuchar a las contraltos.
Cuando nos despedíamos, me dijo: «Bueno, el que escucha música sabe escuchar todas las voces».
Subí a casa y esa noche le di más vueltas al asunto.
Lo más fácil es escuchar la melodía. Pero no lo más completo. Faltarían los matices. La música es un todo, y cada uno de los grupos de instrumentos va dirigido a diferentes partes de nuestro ser, formando así una armonía que nos hace vibrar en su conjunto.
Pensando en la pintura, de cuya dificultad he tenido la oportunidad de darme cuenta cuando me he puesto a pintar alguna cosa, siempre comprobé que lo verdaderamente difícil resultaba ser, no plasmar en la tela los colores del modelo, sino, y mucho más, ver los colores que había que poner.
Parece estúpido plantear que es difícil ver, o que es difícil oír (se supone que todo el que tiene ojos ve y el que tiene oídos oye). Pero, paradójicamente, no es así. Es difícil captar los matices. Siempre suelo preguntar: «¿De qué color es aquella pared?». Mi compañía en ese momento me suele mirar con cara de asombro, y luego responde: «Blanca, ¿o es que estás ciego?». Siempre sonrío y contesto: «Sí, es blanca, pero también de muchos otros colores». Es así. De otro modo, contemplad cualquier cuadro de algún buen pintor, y veréis cómo nada es como parece. El cielo no es azul, el árbol no es verde, el agua del mar no es azul. Puede ser de esos colores, pero también de muchos otros en muchos otros momentos.
En todos los casos es preciso captar los matices de las cosas. Los matices es donde estriba la verdadera belleza e importancia de todo lo que captamos. No hay dos árboles iguales, no hay dos rosas iguales, ni dos perros, ni dos personas. Todo en el universo es único e irrepetible, y aun pudiendo tener igual su color primordial, los matices que le dan los otros colores cambian por completo su significado y su realidad.
Recuerdo una cena con un hombre de gran sabiduría, al que todos le asaetábamos a preguntas, como si pensáramos que debía disponer de todas las respuestas. También recuerdo muy bien cómo a todas las preguntas contestaba de manera muy relativa, colocando siempre delante un “depende” o un “por lo general” o algo por el estilo, no dando respuestas contundentes ni definitivas a casi ninguna de las preguntas (solo a las obvias).
A mí me impresionó aquella cena, porque vi claramente que para un hombre prudente, como yo le consideraba, nada es de un solo color, ni nada tiene una sola respuesta. Si así fuera, ya tendríamos, después de tantos siglos, todas las respuestas, y más bien parece todo lo contrario, que no tenemos ninguna, por lo menos tajantes, sin los “dependes” y sin los “por lo general”.
Quizá a mas de uno aquella persona les decepcionó, pero a mí me enseñó algo que siempre me ha servido. No hay respuestas definitivas. Cada caso y cada situación puede tenerla relativamente, pero no hay dos casos ni dos situaciones iguales. La pared no es nunca blanca solamente. No hay dos paredes iguales. Hay que encontrar forzosamente los matices. Es lo realmente importante.
Sé que es difícil vivir sin aferrarse a respuestas sencillas, seguras y definitivas, pero esa no es la aventura del hombre. La aventura del hombre, para mí, es vivir cada día intentando ver los colores de las cosas, olvidándose todas las mañanas del color que tenían ayer. No hay otra manera de asombrarse ante el universo que mirarlo todos los días por primera vez. Y el asombro es la primera necesidad del filósofo.
Lo que perfectamente se cree conocer, perfectamente cae en la nada, pierde su significado. Lo que ya se cree perfectamente visto y oído, no es nunca más fuente de interés.
El elixir de la eterna juventud seguramente se prepara con la esencia de unos ojos nuevos y un corazón vacío.