Acabo de comenzar a impartir unas clases de apoyo a un grupo de chavales de 17 años, para que puedan pasar un examen que les da acceso a FP. Entre ellos abunda el fracaso escolar y la desgana por el sistema educativo en general. Es posible que cuando a uno le hablan del “grupo de alumnos que no va a pasar la E.S.O.”, asocie esta frase con el hecho de que tengan pocos conocimientos o poca capacidad.
Ninguna de ambas cosas es cierta en este caso, son chicos inteligentes, mucho más avispados que la media, que tiran para adelante… con lo que les motiva y solo con ello. Tienen los conocimientos adquiridos de modo mecánico, aunque eso no les libra de cometer errores que delatan su falta de concentración y su atención dispersa.
Lo que veo en ellos, lo que me enseñan, es que un fracaso escolar, oficialmente reconocido, no es un fracaso personal. Las condiciones de base son las adecuadas, estos chavales y muchos como ellos podrían estar entre los primeros de la clase. El punto está en descubrir qué les ha puesto en el último lugar. Incluso si no tuviesen tanta capacidad intelectual también podrían estar entre los primeros de su grupo o de su propia vida.
Cada caso tendrá un motivo para haberse “salido del carro generalmente aceptado”. Aunque por supuesto aún están a tiempo de subirse a muchos otros carros. Lo que importa no es cómo se comienza sino a dónde se llega, dice un amigo mío, claro ejemplo de chaval aparentemente sin futuro que hoy por hoy, ya adulto, gana un pastón realizando una profesión en la que es muy reconocido y admirado.
Por tanto, lo que realmente condiciona la existencia o no, y el resultado de nuestros esfuerzos es la actitud que tengamos ante las cosas. Todos valemos tanto como los demás; lo que distingue a unos y otros es su gana de hacer algo, su propio compromiso personal, en definitiva su motivación. En ella tiene mucho que ver lo que nuestras personas de referencia piensan de nosotros. No podemos olvidar el “efecto Pigmalión”, según el cual, nos vamos a comportar según notemos que nos tratan –con usted sí me siento una señorita–, decía Audrey Hepburn en My fair lady, haciendo claro eco de esta realidad. Podemos influir en que una persona crea en sí misma, siendo nosotros los que creemos en él, comprobando su valía y transmitiéndosela en el modo de tratarla y de confiar en sus capacidades y sus actos.
He comprobado que esto funciona no solo en niños pequeños, que pasan de ser unos trastos a ser activos pero obedientes simplemente con decirles «qué mayor eres, podrías ayudarme y creo que a partir de hoy serás tú el responsable de este pequeño tema». El cambio de actitud es radical. Esto mismo funciona a la perfección con adolescentes y con adultos, incluso con ancianos. El hecho de que crean en ti se acaba convirtiendo en un espejo que te permite, al principio apoyándote en los demás y luego en ti mismo, acabar conociendo tus capacidades y el gusto que da ponerlas a prueba.
Aún estos chicos me ponen caras raras cuando les digo verdades como «qué rápido piensas» o «sabes más de lo que crees». Espero que en unos meses simplemente sonrían confiados al escuchar que alguien les dice cosas así.