Ayer contemplé, absorta, cómo un hermano le gritaba a otro (ambos, personas adultas de más de 40) en un tono descomunal una sucesión de insultos que comenzaban por la frase: «pero quién crees tú que eres…» o «pero qué te has creído tú…» y siempre terminaban o intercalaban una ofensa para su receptor.
Lo que me dejó perpleja fue cómo el hermano insultado escuchaba en silencio y mirando de frente. La primera vez que abrió la boca fue para decir, lleno de serenidad: «si no dejas de gritar no podrás saber qué ocurrió».
El hermano que gritaba era el pequeño; el que recibía el sermón, el mayor. La sensación que me transmitió esta situación es que la edad sí es un rango, al menos en este caso.
El tema era un malentendido basado en falta de información, algo solucionable con una conversación. Sin embargo, el joven no preguntó, juzgó y culpó por las buenas, sin saber qué había ocurrido. Y castigó, con gritos, insultos. El hermano mayor, sin embargo, calló, escuchó, cuando le dejaron explicó con las palabras justas y el tono adecuado (todo había sido un error, nadie era culpable).
Sin embargo, algo había cambiado. Ahora, el hermano pequeño era mucho más pequeño, a ojos del mayor. Esa seguridad que había mostrado gritando e insultando sin preguntar, lo que en realidad mostró fue inmadurez y necedad.
Menos mal que el tiempo todo lo cura.