Me ha escrito una señora muy preocupada por su hijo de dos años y medio. Es un niño que no juega con nadie. La única vez que ha jugado con otro niño fue con uno discapcitado al que le entregó todos sus juguetes y hasta su botella de agua.
Este niño sufre un exceso de empatía, ya que llora cuando lo hacen los demás y entiende, desde su corta edad pero gran sensibilidad, que hay otros que precisan más que él, pero son perfectamente válidos para jugar.
Lo que la estupenda madre de este niño desea saber es si hay un motivo que lo haga diferente, ya sea por exceso o defecto, una etiqueta que justifique su conducta y le dé sentido. Quiere saber si su hijo es normal.
En realidad, todos somos normales y todos diferentes. Todos, seres humanos que pelean con la vida desde unas situaciones concretas que han ayudado a definirnos. Su hijo es normal, gran madre preocupada que hace todo lo que puede. Su hijo es tímido, su hijo es sensible y habrá que enseñarle a protegerse para que eso no sea peligroso para él. Pero no por cómo es él, capaz de darlo todo a los demás, sino por cómo son los demás, cada uno de su padre y de su madre y no todos capaces de empatizar tanto con los ajenos.
Todos normales y todos especiales, todos válidos por igual, todos mejorables, por supuesto, y para eso estamos cada uno, para autoconstruirnos hacia lo más grande que podamos llegar a ser.
El que esté libre de anormalidades que tire la primera piedra. Su hijo es uno más, señora, y tiene mucha suerte de tenerla a su lado.