Me levanto de la mesa. Después de rebañar el plato, me dirijo a la cocina para dejarlo; ya fregaré más tarde. ¡Humm… qué bueno estaba! Después de siete horas en la oficina sin probar bocado, había llegado a casa muerta de hambre.
¿Muerta? ¿De hambre? Las palabras, sin querer, retumban entre mis neuronas.
¿Tengo yo idea, aunque sea de lejos, de lo que significa morirse de hambre? ¿Puedo imaginar la cara de un niño viviendo esa situación? ¿Y la de su madre?
Siento un escalofrío. Yo, desde luego, no puedo imaginarlo. Solo el intentarlo me hace huir hacia otras imágenes menos terribles.
No me siento culpable por tener qué comer todos los días; nada de eso. Pero todos tenemos derecho a comer todos los días. Todos. En todo el mundo. Es lo mínimo que podemos desear para nosotros y para los demás.
La primera reacción defensiva que provoca esta idea es: vale, vale, pero yo no puedo arreglar el mundo, ¿no?, sobre todo ahora que está tan estropeado en tantos aspectos.
Ayer oí decir en un reportaje a un señor muy interesante que lo que nosotros hacemos (o no hacemos) tiene sus consecuencias, aunque no queramos verlas. Comprar una materia prima a un precio y venderla más cara apretando un botón en el ordenador unos minutos después puede hacer subir el precio de un alimento y llegar a provocar pobreza y hambre en Bolivia o en el Congo, aunque el botón se haya pulsado en Estados Unidos o en España. No es suficiente decir: “mi trabajo es que mis clientes obtengan beneficios”. Tampoco es suficiente decir: “tengo unos pequeños ahorros y mi agente de Bolsa (o mi banco) es el que los maneja. Yo no entiendo de eso”.
Compramos un móvil mejor cada pocos meses, sin saber que hay millones de muertos por las guerras del coltán; no ahorramos papel en la oficina (porque es de la empresa y yo no lo pago) sin pensar en que eso aumenta la tala de árboles; no nos llega para comprar una vivienda, pero siempre hemos tenido a tío Pepito por el más listo de la familia, que hace 30 años compraba un piso y lo vendía poco después por unos milloncejos más. Lo malo es que por montones de tío-Pepitos, el precio de la vivienda despegó como los cohetes….
Como aprendiz de filósofo, me hago preguntas y sigo el rumbo que trazan las pequeñas respuestas que voy encontrando, aunque no sean respuestas totales. He aprendido que las situaciones, por complejas, terribles o aparentemente inexplicables que parezcan, surgen por una acumulación de factores que hemos puesto en juego. Lo bueno del caso es que, por la misma razón, una acumulación de factores de signo contrario también puede cambiar el mundo. Y yo quiero que el mundo cambie.
Pero para comprender lo que está fuera y arreglarlo, es imprescindible entender primero lo que está dentro. Y sí, también hay que hacer algo para arreglarlo. Los resultados vienen cuando dejamos de ser seres humanos doloridos (cosa que nos justifica ante el espejo si nos comportamos como irresponsables y egoístas) y aceptamos que queremos comprender qué es la vida, para qué estamos aquí, por qué moriremos. Ahí entra la filosofía. Ahí es donde empiezan a colocarse las piezas del rompecabezas.
El avestruz esconde su cabeza para ignorar los problemas. Pero él se lo puede permitir porque es un avestruz.