Caballo blanco y radiante
que galopas contra el viento
cortando las blancas nubes
con tu trote de lucero;
pegaso que con tus alas
ves el mundo desde el cielo,
brisa de estrellas tus ojos,
crines de plata tu pelo,
algodones azulados
levantas en tu paseo
y con escarcha en tus patas
juguetón miras al suelo.
¿No ves cómo se enmarañan
en enredados senderos
miles de vidas sin nombre,
miles de hombres sin sueños?
¿No ves cómo se dispersan
para juntarse de nuevo
y volver a separarse?
Míralos… ¡son tan pequeños!
Divertido los contemplas
en sus humanos mareos,
espectador de los aires,
campeador de los cielos.
Corriendo van sin descanso
locos de enigmas y anhelos,
detrás de espejismos vanos
creyéndolos verdaderos.
A veces quieres decirles
que escuchen tu tintineo
en las noches de penumbra,
o en el reflejo del fuego.
Dejas huellas en el aire
con tu andar de terciopelo,
para que eleven la vista
y resuelvan el misterio,
y cuando alguno te encuentra,
corcel de celestes vuelos,
complacido por su gesta
tú le enseñas el secreto.
Un refulgir de sus ojos
ha traspasado tu velo;
luce en sus pasos errantes
un afán de firmamento.
Le acoges bajo tus alas
con protector cabeceo
y le revelas la clave
que hace eficaz su torneo.
Le animas para que parta
entre tus níveos destellos
provisto, corcel del aire,
con una llave sin tiempo.
El código es desvelado:
para llegar a lo eterno
la respuesta es bien sencilla:
“¡No te aflijas: busca dentro!”.