Vivimos en una época en la que muchas situaciones parecen empujarnos al desánimo y al hartazgo; el paro nos toca de cerca (si no es a mí, es a mi primo, a mi vecino o a mi amigo); la corrupción es el pan de cada día (el empresario de esta compañía o el político de aquel color); las desigualdades son cada vez más evidentes (a unos los persiguen porque tienen que trepar a una valla si quieren huir de la miseria y recuperar un poco de dignidad; a otros los persiguen porque trepan sobre quien haga falta para salvar los millones que han robado disfrazándose de personas dignas).
Las muchas palabras vacías y biensonantes que hemos escuchado durante tanto tiempo han conseguido que nos planteemos a veces si, de verdad, esto tiene remedio.
Por un lado, los gobernantes aseguran que pondrán «todos los medios» para corregir los desmanes de aquellos que solo se preocuparon de su propio beneficio. Por otro lado, los que arriesgan su vida y abandonan la comodidad que les tocó en suerte por ayudar desinteresadamente a los que nacieron en lugares apestados de la Tierra, son mirados con recelo a su regreso, porque parece que solo se contagia el ébola y no tanto el valor y la generosidad de la que son admirable ejemplo.
Si uno se deja llevar por lo que ve y oye, la verdad es que es difícil no abandonarse al desaliento, al «vaya un asco».
Llegados aquí, lo fácil es generalizar: «todos los banqueros son malos», «todos los políticos son unos mangantes», «todos los ciudadanos de a pie son unas pobres víctimas»…
Pero si hemos de ser fieles al sentido común, sabemos que «no todos los rubios son inteligentes», «no todos los asiáticos son economistas» y «no todos los andaluces quieren viajar». O sea, no hay ninguna generalización verdadera al cien por cien.
Un poco de filosofía nos puede ayudar a separar la paja del grano. Confucio ya nos dijo que el bien ha de pagarse con el bien, y el mal debe ser respondido con la justicia; Ptahotep recomendaba a los funcionarios del antiguo Egipto «que su espíritu esté de acuerdo con su lengua y que sus labios sean justos»; Buda enseñaba en la India que una mano sin heridas puede tocar veneno y, por tanto, no existe el mal para aquellos que no cometen malas acciones; y el romano Epicteto (del que me declaro fan incondicional) ya apuntaló la fortaleza humana con consejos de hondo calado moral a pesar de haber vivido esclavo.
Cuando las nubes de tormenta descargan en la oscuridad de la noche, aprendamos de los que supieron capear muchos temporales. Oigamos los consejos de aquellos que encontraron la receta para vivir como seres con dignidad, válidos hoy como ayer.
No todo está perdido. Podemos conseguir un mundo mejor.
Porque, en realidad, esto no se trata de economía, salud o bienestar. Se trata de aprender a vivir.
¿Que decimos que la filosofía vale para todo?
Pues sí, es que la filosofía vale para todo.
Estoy completamente de acuerdo contigo, Melinda: la filosofía vale para todo. Por eso, para que no nos acostumbremos a la villanía, ¿no sería mejor que la filosofía se convirtiera en costumbre?
Buena reflexión! Y pensar que hay quienes quieren quitar la Filosofía de la Enseñanza Media… Mediocres!!
Muy acertado todo lo que expones. La crisis en realidad no es de raíz económica, sino moral y filosófica.
Solo los hombres buenos pueden cambiar las cosas.
Un abrazo.