¿Os habéis fijado qué de objetos inanimados son inteligentes según nuestra peculiar forma de denominar las cosas?
Me refiero a que muchos tenemos «teléfonos inteligentes», o sea, de esos que, si tú quieres, te dicen dónde está la pizzería más cercana solamente con pulsar un par de teclas. Tal vez el tuyo realice algunas sofisticadas funciones mediante intercambios de información con un satélite que orbita en el espacio interestelar alrededor del planeta en el que vives. Estos aparatitos llevan también un GPS para que no te pierdas nunca (aunque quieras) y una cámara de vídeo para que filmes al vecino si te apetece (que mejor no, porque está feo).
Tenemos también «edificios inteligentes», esos que tienen ascensores en los que entras y una voz te informa del piso por el que estás pasando. Algunos, además, llevan un control automatizado (es decir, que no tenéis que estar pendientes ni tú ni el portero) de la climatización, la iluminación de las áreas comunes, la detección de incendios y, por supuesto, de cualquier ladrón despistado que entre en alguna vivienda que no es la suya.
¿Y qué me decís de las «ciudades inteligentes»? Esas que cuidan mucho las infraestructuras de agua, electricidad, telecomunicaciones y todos los aspectos que permiten una alta calidad de vida a la vez que se gestionan de forma sostenible los recursos naturales.
Vale, ya hemos visto que muchas «cosas» pueden comportarse de forma «inteligente». Pero ¿y los humanos? ¿Dónde está la inteligencia de los humanos?
Dicen las antiguas tradiciones que lo que hace que un ser humano esté un escalón por encima del reino animal es lo que se relaciona con la mente; vamos, que ser inteligentes debería ser nuestra cualidad distintiva.
Pero ¿es la inteligencia solo eso, una mecánica sucesión de pasos programados que tienen un efecto material concreto?
No. En realidad, no.
La inteligencia, en su verdadero significado, implica discernir, elegir entre varias opciones. Significa dar un paso con cada elección que la vida nos va presentando a cada minuto, y en la medida en que vamos aprendiendo cuáles son las decisiones correctas, afianzamos o recuperamos el rumbo que hemos preferido para nuestra existencia.
Queramos o no queramos, vamos eligiendo y decidiendo continuamente, porque hasta el mantenerse inmóvil es una decisión, y todas las decisiones tienen consecuencias. Precisamente, son las consecuencias las que nos van indicando si nos hemos equivocado o no, pero tanto los aciertos como los errores van definiendo nuestros pasos siguientes.
Tenemos dos alternativas: dejar que la vida nos vaya empujando a trompicones si decidimos no ejercer nuestra capacidad de elegir, o bien tomar partido en cada momento y comprobar hacia dónde nos llevan nuestras decisiones. Eso es inteligencia. Algo que se ejercita como los músculos para que esté a tono y rinda adecuadamente.
Vivir en un mundo lleno de cosas inteligentes está muy bien, pero sería estupendo si, además, nosotros fuéramos cada vez más inteligentes, en el humano sentido del término.
Que no se diga que somos menos que un teléfono.