¿Conoces la historia de «Yo»? Yo era un hombre preocupado por su propia dignidad, pues nadie parecía valorarlo en lo que él suponía merecer. Por más que intentaba atesorar aquello que le parecía que le haría digno, por más que tuviese riquezas o tratara de vestir con bellas ropas para adornarse, por más que se alzara sobre plataformas para destacar, sentía en lo más profundo de sí que no había alcanzado la tan buscada dignidad.
Desesperado, se preguntaba: «¿Dónde te escondes, Dignidad? ¿Acaso en las condecoraciones que adornan nuestro pecho? ¿En las riquezas? ¿En los honores? ¿En la admiración que provocamos?».
Y la Dignidad, que siempre está a la escucha, contestó: «Me escondo en el alma de las cosas, de los hombres, del universo».
Yo la oyó, pero no fue capaz de verla, y tampoco la entendió demasiado bien, así que siguió preguntando: «Si, como dices, estás en todas las cosas, si todo puede alcanzar la dignidad, ¿por qué, entonces, es tan difícil ser digno?».
«Porque has de conquistarme. Solo aquel que refleja su auténtico valor como persona o como ser, solo el que se respeta a sí mismo y sigue el sendero del progreso que llamáis evolución logra alcanzarme».
La mente de Yo, mientras escuchaba, se llenaba de imágenes sugeridas por las palabras de la Dignidad.
«Claro, entiendo. Lo feo es indigno, la pobreza es indigna. Y es indigna la esclavitud porque todo ello nos arranca del progreso, de la evolución».
La Dignidad sonrió como solo puede hacerlo una virtud, suavemente, y le contestó: «¿Qué es, según tú, la fealdad? Ausencia de belleza, imagino. Y, ¿qué nos embellece sino el amor? ¿Y hay algo más digno que el amor? Así verás que a los ojos del amante no existe la fealdad en el amado. El filósofo, que sí percibe la fealdad, la sitúa en la ausencia de virtud y esa ausencia sí es indigna. Igualmente, la pobreza, si es de espíritu, es indigna, pero es posible vivir dignamente con escasos bienes materiales. En cuanto a la esclavitud, es indigna para el esclavizador, pero si el alma del esclavizado permanece libre, ¿qué indignidad encuentras en ello?».
Escuchaba Yo atentamente y, antes de que a sus labios asomara la pregunta, la Dignidad continuó: «Sí, sí —su voz ahora era risueña—, claro que la riqueza dignifica, la del generoso que es rico en dádivas, la del amante que es rico en sentimientos, la del sabio que derrama sus conocimientos. Las riquezas son dignas si se comparten; incluso los bienes materiales, si se utilizan generosamente, son dignos también. Y recuerda que, como cualidad que surge del alma, la dignidad es interna, no externa. Nadie te la da, nadie te la puede quitar».
Poco a poco se acalló la voz y el protagonista de esta historia permaneció en silencio, meditando.
Miró en derredor buscando a la Dignidad, que permanecía en silencio. Tampoco ahora logró verla, pero a lo lejos alcanzó a percibir un viejo olivo centenario que, retorciéndose sobre sí mismo, se elevaba hacia el cielo ofreciendo sus frutos.
Y más allá el mar, que, embravecido, se entregaba a las orillas en blancos encajes de espuma.
Y sobre él, el sol, que desde los cielos derramaba su luz y calor sobre todos.
Y volvió su mirada a los hombres, y vio pobreza, hambre y desesperación. Y vio egoísmo y ceguera, y también guerras…
Los ojos de Yo se llenaron de lágrimas, pero estas no lo cegaron, sino que le permitieron ver en la lejanía un cierto brillo que le atrajo poderosamente.
Intentó acercarse, pero se sintió atado, así que forcejeó un poco hasta que comprendió qué era lo que lo apresaba. Y fue así como rechazó los vanos honores que había acumulado, se bajó de su plataforma y se despojó de las ricas ropas y condecoraciones, y de este modo logró liberarse para descubrir que el brillo que había percibido provenía de unos hombres. Hombres cuyas manos generosas acogían a los sufrientes, hombres no demasiado perfectos, no completamente limpios, ni particularmente hermosos. Hombres que no vestían ricas vestiduras, pero en los que brillaban la compasión y el amor.
Eran dignos como el sol, como el mar y como el viejo olivo, y Yo se propuso ayudarles, tendió sus manos y comenzó a trabajar.
Desde entonces su nombre fue Nosotros, y la Dignidad lo abrazó como una amorosa capa y lo hizo brillar.