Un día observó a su madre y la vio desgastada y débil, y ató a ella su corazón.
En otra ocasión una perrita flacucha de ojitos zalameros le sonrió como solo saben hacerlo los perros perdidos, y quedó enlazada a su vida en adelante.
Se casó con un hombre bueno y se aprisionaron el uno al otro entre amores y disputas.
Y su mejor amiga se marchó lejos dejándola clavada en el pasado.
Quiso huir de todo aquello, pero estaba inmovilizada, prisionera.
Y lloró.
Las lágrimas trajeron de la mano al sueño y el sueño al Señor del Tiempo, terrible y oscuro, que sin hablar le ofreció la liberación, tal vez el olvido… y aceptó.
Ahí estaba ella, sola.
No tenía madre, ni amiga, ni hombre bueno, ninguna perrita flacucha le sonreía como solo saben hacerlo los perros perdidos. Y gritó de angustia y desesperación.
Despertó.
Movió sus alas prisioneras, tironeando de ellas y las liberó de clavos, lazos y ataduras, y con las ensangrentadas alas abrazó a sus carceleros de amor, y ya no pidió volar, sino que cerró los ojos e imaginó, y voló lejos arropada en ellos.