La tarde otoñal cae, se insinúa el invierno. Tú y yo compartimos un café calentito mientras charlamos. Nos conocemos hace mucho, así que dejamos que las palabras vuelen y que sus alas nos trasladan a lugares imaginarios, a situaciones imposibles, a recuerdos queridos. Y de este modo alcanzamos territorios donde todo es posible, en los que residen ideas maravillosas.
—¿Qué te parece si hacemos un ejercicio de imaginación y traemos a nuestras charlas a alguien de nuestros sueños, alguien interesante? —digo interrumpiendo el repentino silencio.
—¿Interesante?, ¿cómo de interesante? ¿Acaso yo no te parezco bastante interesante? —dices sonriendo.
—Claro que eres interesante, pero no sé, sería fantástico ampliar estos diálogos nuestros con personas especiales. Tal vez con uno de los grandes benefactores de la humanidad, o debatir con quien siempre te pareció incomprensible, reflexionar con un gran filósofo, o por qué no, tratar de entender a alguien despreciable, al más despreciable de los hombres.
—No sé por qué deberíamos hablar con alguien despreciable —replicas.
—Tal vez para saber qué lo movió a la desgracia, qué dolor, qué envidia, qué rencor o qué ceguera moral lo llevó a ser malo. Muchas veces me pregunto por qué la oscuridad se apodera de la gente…
—Y alguien incomprensible sería interesante por… ¡porque no lo puedes entender! —te ríes mientras gesticulas poniendo caritas de loca— No, espera, que pillo tu idea, proponer un debate abstruso y tratar de entenderlo o quizá llevar a tal pensador a hacerse entender.
—Claro —asiento y continúo—, porque detrás de todas las ideas, de todos los laberintos hay un porqué, hay un motivo, puede que un olvido o un error. Estoy segura de que hay mucho que aprender.
—Desde luego, entiendo el porqué de entrevistar a alguien muy interesante. Claro que tendríamos que decidir a quién consideramos interesante. Hay grandes almas, grandes seres a los que toda la humanidad venera —dices mientras frunces el ceño pensativa—, y otros de los que ignoramos tanto que el mismo enigma los hace interesantes.
Me quedo en silencio esperando que continúes.
—De todos modos, no sé qué podría yo decirles o preguntarles —aseveras como acabando la conversación.
Pero yo, que interiormente estoy disfrutando viéndote pensar, con la mirada lejana tratando de imaginar a tus entrevistados, no puedo evitar decirte:
—¿Qué le dirías, por ejemplo, si imaginamos tener ante nosotros a Sócrates? Vamos, inténtalo, comienza.
Me miras y una luz divertida baña tus ojos, respiras profundo y te lanzas.
—Estimado señor Sócrates, ¿cómo fue su primer encuentro con Platón? —me miras y preguntas rectificando—: Tal vez sería mejor usar su nombre verdadero, ¿no?
Y sin esperar mi respuesta continúas:
—¿Cómo fue su primer encuentro con Aristocles?
Nos miramos las dos, sonrientes, imaginando qué contestaría Sócrates. Y comenzamos a proponer:
—Diría: «he visto un cisne».
—A lo mejor se reiría socarronamente de nosotros.
—Puede que nos invitara a formar parte de uno de aquellos mágicos diálogos en busca de la verdad.
—Sería maravilloso, ¡imagina!, formar parte de un diálogo platónico, tratar de exprimir nuestro intelecto y nuestra alma en busca de la verdad, ser discípulos buscando la sabiduría. Y tal vez encontrarnos a Platón observando serenamente el discurrir de las palabras, mientras su maestro —o él mismo— van encauzando a los participantes hacia la sabiduría.
—Estoy segura de que sería así, y me imagino que cada vez que Platón hablase veríamos a Sócrates sonriendo bonachonamente a su mejor discípulo.
—¿Qué más podríamos preguntar? ¿Cómo ser filósofos hoy? ¿O si su época era muy diferente a la nuestra? ¿Por qué le dijo a Critón «le debemos un gallo a Asclepios, así que págaselo y no lo descuides»? ¿Cómo terminaba realmente el diálogo Critias, el de la Atlántida? Tal vez simplemente le pediría que hablase sobre el origen de las palabras…
Sonríes, creo que has logrado, al menos en tu mente, participar de la entrevista. Yo también sonrío, ha sido maravilloso.