Había una vez un sol al que le costaba muuuucho levantarse por las mañanas. Empezaba a amanecer casi sin ganas, muy despacio y, algunos días, hasta se volvía a acostar, dejando totalmente despistados a los habitantes del borde del mundo. Luego, al rato, volvía a sacar una pierna gaseosa de luz brillante y decidía, finalmente, levantarse del todo y dar una vuelta alrededor del mundo de la tierra, de todo el mundo de la tierra, para que fuese de día en cada uno de sus puntos y todo pudiese funcionar.
El sol sabía que si él no salía tendría muchas quejas en forma de súplicas, rezos, maldiciones y todas esas cosas que lanzaban las personas de todos los puebles cuando no todo iba justo como querían. Era consciente de que si algún día se quedaba en la cama, como muchas veces le apetecía, nada funcionaría. Todo dependía de él, en realidad, absolutamente todo. Muchos días eso era lo que le hacía seguir adelante, aunque a veces, estando él solo con sus pensamientos, se daba cuenta de que ser tan importante le cansaba un poco.
Un día el sol se puso malito. No estaba seguro de si le dolía la cabeza o el alma, pero tenía muy alta la temperatura. Intentó un par de veces amanecer, pero al final le venció la desidia y se quedó todo el día en la cama. No quería ni imaginar lo que ocurriría. Algo horrible, seguro, pero él, aun así, no quería salir.
Sin darse cuenta se quedó dormido porque, en realidad, estaba muy cansado de llevar una vida tan rutinaria y, aunque llena de responsabilidades, poco elegida, y a las horas despertó. Su primera idea era bonita, todavía con un pie en el sueño, pero pronto recordó que hoy no había hecho lo que debía y le entró una intranquilidad terrible.
Abrió un ojo y no pudo ni creerse lo que vio: en algunos lugares de la tierra ¡¡¡era de día!!!
Abrió el otro ojo en seguida y se quedó completamente fascinado por todo lo que estaba pasando. Definitivamente, ¡¡¡era de día!!! La tierra y todos los demás planetas estaban girando alrededor suyo. Y cada uno llevaba, exactamente, el ritmo que necesitaba, tomaban de él su luz aunque estuviese dormido, malito o despistado. Cada uno hacía su camino y seguía vivo, teniéndole en cuenta como algo muy importante para la vida de todos aquellos planetas.
Ni se habían enfadado con él ni nada malo había pasado porque el sol no fuese a trabajar un día.
Al principio, no sabía qué pensar; en realidad, ¿sería que no le necesitaban? ¿Se estarían aprovechando de él sin tener en cuenta que no se encontraba bien?
Entre tanta confusión, recordó la frase de su abuela, una abuela que él había tenido y que le cuidó millones y millones de años. La frase decía algo muy simple: «si no te gusta lo que ves, cambia de posición».
Así que el sol dejó de pensar mal de todo lo que estaba ocurriendo y se paró a mirar bien las cosas.
De repente…, se dio cuenta de que nunca había sido necesario salir a dar esas vueltas al rededor del mundo, de repente se dio cuenta de que lo único que tenía que hacer era ser él mismo, encontrar su sitio y brillar tal como su naturaleza era. En realidad, siempre habían funcionado las cosas como este día, pero él se sentía lo más importante del universo y trabajaba y trabajaba para los demás sin acordarse de sí mismo, pero sin recordar por qué lo hacía.
Ahora el sol decidió dedicarse a estar muy centrado, a hacer las cosas que de verdad le gustaban, que son las que mejor le salen y por ello las que más aportan a todos, y a dejar que cada uno tome su propia órbita, ya que es ser más responsable con ellos dejar que lo hagan.
Ahora les miraría muy sonriente y tranquilo desde ese lugar en el que se encontraba tan a gusto que podía aportar más que desde ningún otro: su centro.