Leía una estupenda revista de psicología editada por Jorge Bucay, cuando, aparte de un montón de acertadas palabras, me encontré un artículo que hablaba de hasta dónde debemos ser sinceros.
Uno, en ocasiones, se congratula de ser altamente sincero, de decir siempre lo que piensa y lo que siente. Sin embargo, no hay que olvidar a los demás. Nosotros nos sentimos muy bien cuando decimos lo que pensamos, pero ¿cómo afecta eso a quien lo escucha, sobre todo si estamos hablando de él, o de personas cercanas a él?
De ahí el término sincericidio, o verdades que matan, o aún más correcto, sinceros que matan. ¿Dónde está el límite de la verdad dicha? Desde mi punto de vista, donde vaya a hacer más daño que favor al ajeno. Donde nuestro ego no sea el que está dirigiendo por delante de nuestra consideración. ¿Es realmente necesario decir todo lo que nos parece mal? ¿Significa que nos parezca mal que realmente está mal?
Es posible que una mente más tolerante vea menos errores a su alrededor. Debate abierto…
En cualquier caso, hay algo muy claro: a quien uno no debería nunca mentir es a sí mismo. Este es un campo muy peligroso, muy escurridizo. En ocasiones nos engañamos a nosotros mismos con tremendas excusas que ya creemos ciertas.
Como dice una vieja frase:
«Antes de iniciar la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu casa».