…si yo… nací romántica perdida, hasta para los muebles.
Bueno, bueno, todo empezó por un sofá viejo. En realidad no era tan viejo, tenía… unos ocho años. Era un buen sofá, encargado a medida y hecho a mano, tapizado en rojo aframbuesado; quedaba bonito. Tenía el respaldo un corte a la altura de los riñones para resultar más cómodo, cojines de pluma, brazos anatómicos… un buen sofá.
Lo encargamos a imagen y semejanza de los que más nos gustaron, llenos de ilusión, y resultó… el sofá más incómodo del mundo. No había quien lo transportara de lo que pesaba. Ese corte a la altura de los riñones hacía que la parte de arriba del respaldo, llena de pluma, se apelmazara contra la de abajo y se te echara encima, haciendo imposible apoyar bien la espalda, se hundía según te sentabas de lo blando que resultaba… En fin.
Un día, tras mucho pensarlo, tras ocho años pensando, compramos otro sofá. Este estaba de oferta, la tela que escogimos fue la más oscura y rebajada de precio para que el destroce que los niños provocaran en él no se notase demasiado. Resultó que, a pesar de la oferta, tenía los asientos desplazables hacia delante y los respaldos reclinables. Era comodísimo hasta más no poder. La pena que nos dio quitarnos el otro de encima… y el trabajo, se nos fueron en unos días. ¡Qué frivolidad!
Pues fue así que mi sofá me enseñó algo, no sé si bueno o malo, y es que en ocasiones estás demasiado tiempo soportando lo que no te gusta, lo que no es cómodo, lo que no es agradable, y cuando te decides a cambiarlo, las cosas pueden resultar mucho más fáciles y placenteras, sin pensarlo. Se termina ese extraño esfuerzo del día a día por encontrar tu sitio en unsofá que no está hecho para ti, aunque pusiste toda tu ilusión al encargarlo.
Y te das cuenta de que las cosas pueden ser simplemente fáciles, pero tienes que decidirte a cambiar.
Claro, que no todo en la vida es un sofá.