Francisco de Asís amaba la Naturaleza. Algunos le tacharían de bobo, porque se cuenta que hablaba con los pajarillos del bosque, con las plantas y con el agua de los arroyos, de la que decía era humilde, pura, sencilla y clara, quizá los rasgos más anhelados y más raros de encontrar en un ser humano, y por lo tanto, siempre digna de imitar por el hombre.
En su tiempo no se hablaba de ecología, ni estaba tan bien visto como hoy ser ecologista, pero sin duda lo era. Y lo era, seguramente, porque amaba a Dios, a la Naturaleza y a sí mismo, llevando su vida como el agua, con sencillez, pureza y humildad.
¿Qué necesitamos para respetar, cuidar y valorar a cualquier persona, animal o cosa, para amar a la Naturaleza toda? Creo que basta con amarla.
He leído que los indios americanos amaban la tierra en que vivían. Cuando algún necio americano advenedizo y prepotente les propuso comprarle sus tierras, el jefe indio quedó perplejo, y casi se le cayó la pipa de la boca. ¿Comprar la tierra? ¿Es que acaso son mías las tierras? ¿Cómo se puede vender algo que solo es de los dioses? ¿Esta tierra puedo yo venderla, si ha sido estercolada con los huesos de nuestros antepasados, es vida para los animales, casa de las hierbas, espacios del sol y la luna, de los vientos y las estrellas?
No podían comprender eso.
Pero la cuestión es otra. En la práctica, ¿cuál sería nuestra relación correcta con la Naturaleza? Antes he dicho que amarla. ¿Pero… a qué lleva ese amor, si existiera? ¿Es lícito variar su equilibrio mediante nuestra intervención? ¿Hay que dejarla a su aire y amoldarnos a ella?
Quizá seamos, no sus amos, pero sí sus cuidadores. Recuerdo que en el Génesis se dice:
“Tomó Yahvé Dios al hombre, y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase…”.
¿Qué es cultivar y guardar? Pues para mí que quizá sea parecido a nuestro deber de padres para con nuestros hijos. Cultivar y guardar. Todos sabemos que no somos dueños de nuestros hijos, tal como bellamente lo expone K. Gibrán en su libro “El profeta”.
La Naturaleza no es nuestra, pero es nuestro deber cuidarla, con el mismo amor que profesamos a nuestros hijos, con la misma protección, nos debemos a ella. No se vende a un hijo, no se daña a un hijo, ni tampoco se obliga a un hijo a ir en contra de su destino. Y no se puede respetar ni amar lo que no se conoce.
He escuchado que el mago es el que ama la Naturaleza, aprende sus leyes y vive según ellas. Y también escuché que colabora con ella, y ella le sirve y le presta obediencia.
Los árboles, los arroyos o las montañas son nuestros compañeros de viaje y nuestros hermanos (como diría Francisco de Asís), con los que juntos desarrollamos nuestra vida y buscamos nuestro destino.
Igual que hacen ellos.