Escuché ayer en la radio la entrevista que le hicieron a una escritora que había escrito un libro de recopilación de cuentos infantiles. Ella recordaba con agrado los cuentos que le contaban tanto su madre como su abuela cuando era pequeña. La locutora resaltaba la dificultad en nuestros tiempos para seguir esas bellas costumbres. Y pienso yo que no solo son bellas, sino educativas, de comunicación, de afecto, de comprensión: en suma, de transmisión entre generaciones de todo lo humano, de toda la enseñanza de la vida. De un valor inimaginable y actualmente no comprendido, no solo para el nieto o el hijo, sino también para la abuela y la madre.
Y pensaba yo qué había ocurrido para que hoy no se den esos momentos de calor y comunicación entre generaciones. Esos momentos de paz, de recogimiento, de verdadero calor de hogar, de verdadera comunicación entre padres e hijos y entre abuelos y nietos. Y pensé que eso (y otras cosas) solo pueden darse en el momento apropiado y en el ambiente apropiado.
Escuché una vez que las hadas y los elfos solo pueden manifestarse ante nosotros en condiciones muy especiales de sosiego, de paz, de pureza: en suma, penetrando en el hogar de la naturaleza. También os conté una vez cómo solo escuchamos a los ángeles en momentos en que nuestro interior está en un silencio y una paz profundos.
Y concluí que hoy no puede haber cuentos porque no hay hogares. Y enlazando con esta idea recordé cómo mi aspiración más profunda, que no me ha abandonado todavía, ha sido, y es, encontrar ese hogar perdido. Quizá ello me llevó a la melancolía que siempre me produjo cantar la cancioncilla del caballo blanco, así como a la añoranza de vivir algún día en una pequeña aldea donde todos los vecinos son de la familia y todos sus hogares, tus hogares.
Y creo que no hay hogares porque no hay mujeres cuidando de su fuego. Las mujeres han dimitido. O más bien, las han hecho dimitir de sus bellas tareas.
Una vez, en un desayuno con Felisa, compañera del banco, le pregunté sobre su intención de casarse, ya que tiene novio desde hace ya muchos años. Me dijo que sí, que algún día se decidiría. Y como trabaja de sol a sol, le pregunté igualmente sobre su intención de tener un hijo. Los tendría, naturalmente. «¿Y qué harás con él, si estás todo el día en el banco, y tu marido en su trabajo?», «Bueno, pues contrataré una chica que esté con él». «¿Todo el día?», pregunté yo. «Sí claro. Ya por la noche estaré con él».
Me quedé algún rato pensativo. Al rato le dije: «¿y no sería mejor que tu futuro niño se lo hiciera tu marido a la niñera, en lugar de a ti? Al fin y al cabo el hijo será más de ella que tuyo».
No sé si llegó a reflexionar sobre ello, porque casi todo el mundo toma mis cosas como ocurrencias divertidas y no como reflexiones con sentido.
Lo que sí es cierto es que todo el mundo se plantea que el mundo es como es, y es preciso hacer lo que todo el mundo hace, y a pocos aventureros valientes se les ocurre marchar por la senda que les dicta su sentido común, y no por el carril del rebaño.
En el fondo de la cuestión de la dimisión femenina está un mito fabricado por los del becerro de oro. Ese mito es el de la liberación de la mujer.
Según ellos, el trabajo de ama de casa es esclavizante, embrutecedor, no retribuido, degradante, humillante y hay que dejarlo inmediatamente. Hay que buscar trabajo fuera, donde puedas demostrar tu valía, donde seas considerada como persona, no como animal, donde el hombre no te esclavice ni te desprecie, donde obtengas un dinero que te haga independiente de tu marido y de tus hijos, a los que no tendrás ya la obligación de atender, de obedecer ni de servir. Que cada uno se sirva él mismo. Aquí todos somos iguales y estamos todos para todos. Todos mandamos igual y las decisiones hay que tomarlas por consenso. Es una bella utopía. Otra más.
El resultado está a la vista. Salvo bellas excepciones, de hombres y mujeres que son casi ángeles, el resto de los “hogares” están constituidos por hombres y mujeres que no se ven salvo algún rato al anochecer, rato en el que se encuentran cansados, nerviosos y solo tienen ya ganas de tirarse en el sofá a dormitar. De niños que permanecen horas y horas con la tata, si son pequeños, o en la guardería ya más mayorcitos, donde gentes extrañas los tratan no se sabe cómo y les inculcan no se sabe qué ideas y qué comportamientos. O más tarde en los colegios, en las academias, o apuntados a los cursos que sean, con tal de que estén ocupados y “formándose”. Y si por casualidad les sobrara tiempo, en casa hay medios para ocuparlos. Tele, ordenador, videojuegos, etc. Eso sí, uno los “educa mucho”, que consiste en reñirles, castigarles, hablarles de sus obligaciones como buen hijo, etc. etc. Luego ya, de adolescentes, que se vayan con sus amigos, ¡hombre, no van a estar toda la vida pegados a las faldas de su madre, y menos a mis pantalones! Y si te parece, vete a la movida, con los demás. Eso sí, por la mañana, cuando vuelvas borracho, no formes ruido, que tu madre y yo tenemos que ir a trabajar.
Al final de su vida se preguntará de quién es hijo. ¿De la tata, que lo cuidó y le enseñó el mundo cuando niño? ¿De la monitora de la guardería, con la que aprendió a colorear, que le contó cuentos, que hizo juegos divertidos con él y con los demás? ¿De sus profes del colegio, que le explicaron, hasta donde sabían, los misterios del mundo y del universo? ¿De la tele, que les mostró (¿) cómo es el mundo? ¿De los amigos, de sus amigas?
Probablemente será un huérfano perdido y desorientado, y ya de mayor tratará de recordar las enseñanzas de su padre y de su madre. Y, evidentemente, no las recordará, y no por falta de memoria, sino porque no existieron.
Pero todo esto no tiene la menor importancia para los del becerro de oro. Ellos tienen a los utópicos que ponen en marcha sus ideas, las difunden y las hacen de obligado cumplimiento. Es un filón. Tienen mano de obra a chorros, manejable, barata y de fácil gobierno. Tenemos mujeres “liberadas” de dependientas en los comercios, de limpiadoras, de empleadas en los bancos, de obreras en las fábricas, de camareras en los bares, etc. etc. Todos, trabajos en los que desarrollar la personalidad, demostrar su valía, donde no tener nadie que la esclavice ni le exija, ser bien considerada, y en suma sentirse “liberada”. Al fin pudo dejar de lado su casa, casa de los horrores, del suplicio, de la humillación.
Y yo lo veo todo ello muy bien, salvo que una mujer quiera tener un hijo. Un hijo es más importante que toda su pretendida y falsa “liberación”. No solo es una responsabilidad, es la más importante bella tarea que se puede emprender en la vida.
Nota del especialista danés Niels Meter Ryggard:
Nos ha llevado dos millones de años el clarificar y refinar la relación temprana madre-niño pequeño… y apenas 15 años en destruirla. Después de la Segunda Guerra Mundial, con una aceleración hacia 1960, comenzamos con la más grande experimentación social que se haya nunca hecho en el mundo occidental: madres de niños en edad preescolar y de bebés salieron a trabajar fuera de sus hogares, alejadas de sus niños. Esto no solo cambió nuestra cultura: creencias religiosas, estructuras familiares, tradiciones, hábitos alimenticios, número de niños en la familia, ingresos familiares…, sino que también transformó la relación madre-hijo, llevándola a una forma completamente nueva de educar al niño. La forma de aprender a desarrollarse como seres humanos desde la más tierna infancia sufrió un giro de 180°. Hoy somos, probablemente, la única especie de mamíferos donde la madre y el bebé no permanecen juntos inseparables hasta por lo menos los dos o tres primeros años de vida. Pregunte a los gorilas o a las ballenas azules, y ellos sacudirán la cabeza atónitos.
Niels Meter Ryggard