Hoy os quiero ofrecer un homenaje a un perro, escrito por la pluma de un paisano. Y quiero dedicarlo a otro paisano, a Canelo, el perro que esperó, durante doce años, en la puerta del hospital de Cádiz, a que algún día saliera su dueño, al que acompañaba siempre a la diálisis. Un día, Canelo murió. Y seguramente se encontró con su dueño, entre las nubes blancas del cielo.
Está sobre las hojas del otoño.
En el viento nocturno que las barre.
En medio de la helada solitaria.
En el radiante polvo del rocío.
En el ligustro verde de la cerca.
En las fresas silvestres escondidas.
Bajo el escudo abierto de las dalias.
Sobre la estrella del jazmín caído.
En la sangre jovial de las anémonas.
En las ardientes rosas derramadas.
Al pie de las coronas del granado.
En los brazos azules de los cedros.
En el negro perfil de los cipreses.
En el tiemblo de plata de los álamos.
Bajo la pleamar de los aromos.
En el aliento de los azahares.
En el áureo pezón de los limones
fijo en la luna de la primavera.
Entre los duros cardos del verano.
Bajo las repentinas tormentas del verano.
En las quemadas noches del verano.
En la sed del verano.
Porque llegó en verano.
No conocía el bosque.
Tampoco el bosque a él lo conocía.
Si, te tenemos miedo.
Nos inspira temor tu súbita presencia.
¿De dónde vienes y por qué a esta casa?
Mirabas serio y nada respondías.
Se sentó en el portal como un mendigo.
Después de varias noches:
puedes pasar. Pareces,
a pesar de tu rostro severo,
un buen muchacho.
Aquí tienes tu hogar. Un plato lleno
habrá para ti siempre en esta mesa.
Pero tú sonreíste de pronto y te marchaste,
bajo las casuarinas, con los niños.
De tanto en tanto desaparecías,
y eran largas las noches esperándote.
¿En dónde estabas? Nunca lo dijiste,
ni contaste el porqué de tus heridas:
aquella oreja casi desgarrada
o el navajazo aquel entre las ingles.
Pero eras fuerte, duro y obstinado.
Era la juventud lo que en ti ardía.
Te daba igual dormir sobre una estera
que en el lívido barro del camino.
Meses enteros te quedabas solo.
La soledad, en vez de ensombrecerte,
te llenó de una alegre valentía.
Todo el bosque te quiso. Enamoradas,
no dormían sin ti por todo el bosque,
rubio y veloz galán siempre encendido.
Y así volvió el otoño. Y una noche
de despoblados árboles, de cielo
despoblado de estrellas y de luna,
cuando el amor rondabas en la niebla,
de súbito, una bala
dobló tu corazón sobre las hojas.
Sé que por vez primera
fue tu ladrido prolongado y triste.
¿En dónde estás, Alano, buen amigo?
Solo, ahora, en lo oscuro
–fijos en mí tus ojos vigilantes,
apretada tu boca de colmillos atentos–,
te pregunto y te llamo por tu nombre,
el mismo nombre de tu clara estirpe.
¿En dónde estás, Alano?
Estás bajo las hojas del otoño.
En todos los jardines que cuidabas.
En el llanto furioso de los niños.
En el corazón verde de los bosques,
porque tú eres ya el alma de los bosques,
y siempre
los bosques hablarán de ti mientras las brisas
agiten en sus ramas tu recuerdo.
Rafael Alberti.