Escuché decir que un árbol es el símbolo más perfecto de muchos seres del universo, entre ellos del hombre.
El árbol tiene raíces enterradas, en otro mundo, el interior, que no vemos. De ahí toma su alimento de la tierra, disuelto en agua del cielo. Su tronco se eleva hacia lo alto, y se abre en infinitas ramas que albergan infinitas hojas verdes, con las que se nutre directamente del Sol, porque sabe transformar la energía del astro rey en vida para sí mismo.
De una estrella del cielo a su alma, terrena y celeste.
Llegado el momento propicio, abre sus flores, sus hermosas flores, a las que son atraídos pequeños insectos que buscan su néctar, su puro néctar, para transformarlo en miel y otros alimentos. Y ello hace que sean fecundas, que esas flores, en el sacrificio de su belleza, den vida a los frutos, portadores de semillas de muchos otros árboles, los que, una vez en contacto con la tierra y si encuentran su lugar fecundo, perpetuarán su existencia, y la extenderán por toda la tierra.
Su copa es nido de pájaros, lugar de vida y albergue de músicos cantores, su sombra es benéfica, sus frutos son alimento para otros seres de la naturaleza, sus flores son fuente de ambrosía y de belleza.
Oí decir que un árbol es lo más parecido a un amigo. Lo veas desde donde lo veas es siempre el mismo. Nunca te da la espalda. Permanece en el lugar donde siempre puedes encontrarlo, y te ofrece cobijo y alimento. A su lado puedes encontrar sosiego y paz.
Y el otro día estuve regando mi níspero, porque el níspero es un árbol de Oriente, y sus flores surgen en otoño, y sus frutos maduran en primavera. Y ya tiene nísperos, si bien aún son pequeños, y hay que hacer lo preciso para que engorden y sean bellos y alimenticios. Mientras lo regaba, después de brindarle abono, me di cuenta de mi ignorancia, indudablemente la ignorancia de hombre de ciudad empeñado en cuidar un campo.
La tierra en la que vive es muy fértil, pero muy arcillosa. Y la arcilla tiene el inconveniente de que se apelmaza fácilmente y forma una capa prácticamente impermeable en su superficie.
Así que, cuando regaba, me daba cuenta de que el agua vivificante se deslizaba por los alrededores del árbol, y, lejos de penetrar hasta sus raíces, se marchaba para otra parte, siguiendo la pequeña pendiente del lugar.
Y me dije, indignado conmigo mismo:
–¿Es que no sabes que el hombre que cultiva la tierra se llama labrador? ¿Es que no conoces el significado de la palabra? Labrar es trabajar, de laborare, en latín. Y trabajar la tierra es prepararla, o sea, en román paladino, coger el azadón. Y no solo cogerlo, sino también usarlo.
El tronco del árbol, sus ramas, sus hojas, sus flores y sus frutos están íntimamente unidos con las raíces, que es el árbol interior. De ahí le viene su alimento, y sin él moriría. Y entre el exterior y el interior debe existir una relación íntima. ¿Y como quieres que exista, si tienes un caparazón duro e impermeable entre los dos mundos? Es preciso labrar. Y no solo una vez, sino mucho, y muchas veces. Solo así el árbol será fuerte. ¿Es que solo crees que existe el árbol que ves? No, el árbol es arriba y abajo, fuera y dentro. Las dos partes no tienen existencia independiente, ni pueden vivir una sin la otra, y aunque las dos sean fuertes, si no están bien relacionadas, conectadas y armónicamente unidas, el árbol morirá, o, como dicen por aquí, vivirá siempre “penando”.
Tras estas reflexiones, y a pesar de que mis fuerzas no son excesivas, me llegué hasta el trastero y cogí el azadón. No quería ser tan estúpido como para esperar buenos frutos sin hacer nada por permitir que mi árbol se alimentase. Así que labré la tierra, hasta dejarla mullida y fresca, le regalé buen abono y la regué. Y me fui feliz, sabiendo que había cumplido mi deber con él, y conmigo.
Así podrá alimentarse y oxigenarse –pensé–, y, en suma, cumplir su vida y su destino. Y con ello, igualmente, cumplir el mío.
Y me fui preguntándome:
¿Por qué nos empeñamos en considerar solo lo visible, y no lo invisible? ¿No nos damos cuenta que lo visible tiene sus raíces en lo invisible? ¿Cómo se nos ocurre ocuparnos y cuidar solo lo visible? ¿Llegamos así a alguna parte, o solo llegamos a una situación de desastre? Y, sobre todo, ¿por qué somos tan estúpidos que ante el desastre nos lamentamos?