Parece una cosa de Perogrullo. ¿Qué tiene de particular saber leer? A leer se aprende a los, digamos, nueve o diez años. Luego, se coge velocidad y soltura, e incluso se pueden leer textos con las letras mal puestas, ya que no se leen en realidad las letras para leer la palabra. La palabra, más que “ser leída” es “intuida”.
Quiero dejar sentado que el objeto, a mi parecer, del hecho de la lectura, es el comunicarse con el escritor. Entender o sentir lo que dice, lo que quiere decirnos, lo que calla y lo que escribe sin escribirlo. Llegar a su mente, a su corazón, a su idiosincrasia, a su filosofía. Solo así descubriremos su visión de la vida.
Así, veremos por sus ojos, oiremos por sus oídos, sentiremos con su corazón y pensaremos con su mente.
Pero todo esto no es fácil, sino más bien muy difícil. Solo se comparte cuando se llega a entrar en sintonía con el autor, cuando en nosotros resuenan las mismas cuerdas y las mismas notas que resonaron en el autor cuando este trasmitió su energía y las plasmó en forma de expresiones. En la poesía, arte supremo de la trasmisión lingüista, solo una unión previa entre las almas del poeta y del lector hará el milagro del florecimiento en el huerto de este de lo sembrado por las manos de aquel.
Las musas, con sus manos celestes y puras, llevan el tesoro de las manos del uno, abiertas como las del sembrador, a las del otro, unidas en cuenco, como las del que trata de apresar el agua transparente del manantial.
Recuerdo mis lecturas como algo casi siempre irreflexivo, impulsivo, ligero y superficial. No se pueden comer manjares delicados engullendo como un pavo. Ni resulta placentero ni alimenticio. Atracones que solo producen malas digestiones, empachos y que generalmente llevan solo a vomitar o a eliminar la comida en grandes deposiciones.
Así fui educado y creo que de la misma manera nefasta lo hemos sido casi todos. Hemos pasado por un enorme atracón de libros y más libros, sobre los que hemos pasado corriendo sin siquiera mirar el paisaje. Leemos igual que vivimos, es decir, muy superficialmente.
Un entrañable amigo de gran cultura, erudición, sentido común, comprensión y madurez, me dijo, con ocasión de haberle dado a leer un escrito, en alguna manera poético, que lo leería. Y me dijo cómo lo haría. Lo haría como lo hace siempre. Y me lo detalló, y ahora yo os lo detallo a vosotros:
Primero lo leo una vez.
Después lo leo una segunda vez, esta vez más despacio que la anterior.
Luego lo leo otra vez despacio pero en voz alta. Tengo que escucharlo.
Por último, lo leo otra vez pero ahora andando, para captar su ritmo, si lo tiene.
Y si es preciso, en unos días lo vuelvo a leer de todas las maneras anteriores.
Y cuando lo terminó de explicar, una vez que conseguí cerrar la boca, no porque yo estuviera hablando, sino de puro pasmo, entendí, por primer vez en mi vida, qué cosa era leer, y qué cosa no lo era.
¡Ah! –pensé–, ¡si yo hubiera leído así los cincuenta libros que, como decía el abate Faria, son suficientes y necesarios para comprender toda la sabiduría de todos los tiempos!