Iba yo en mi moto por el centro de la ciudad, concentrado en hacer mis cosas, me paro en un semáforo y veo, por la acera de la derecha, una venerable abuelita enjuta y elegantemente arreglada que hablaba sola y con gestos de dolor. Me pregunté qué le pasaría; la gente de alrededor no parecía percatarse, pero no le di mayor importancia. Entonces sentí como un pinchazo en el corazón y un pensamiento surgió en mi cabeza: ¿por qué no la ayudas? Y la respuesta no se hizo esperar: seguro que no es nada y se me hará tarde para hacer mis gestiones. Sin más, miré al frente durante unos momentos y luego giré la cabeza. La abuelita ahora caminaba en sentido contrario desandando lo andado y con la misma expresión de dolor en su rostro. No pude más y con un gesto rápido aparqué la moto en la acera. Me acerqué a ella con cuidado, la cogí del brazo con delicadeza y le pregunté: ¿le pasa algo, señora, puedo ayudarla, se ha perdido? A lo que me contestó con voz débil y temblorosa: es que en la iglesia creo que he colocado mal las cosas, las flores, no me acuerdo, creo que lo he hecho mal… Respiré hondo diciéndome por mis adentros: ¿será posible? ¡Lo que necesita es un poco de consuelo espiritual!
Miré a la venerable señora dejando escapar mi más tierna sonrisa y le dije que no se preocupara, que Dios es bueno y nos perdona todas las cosas que hacemos mal, si lo hacemos con buena voluntad, y que seguro que ella tiene muy buena voluntad. La abuelita me miró sonriendo y me obsequió con unas pocas palabras trémulas de agradecimiento.
Al subir a la moto me vino a la memoria esa entrañable novela de Unamuno (sí, tenía que ser él, sabéis que me gusta mucho su obra) “Don Manuel Bueno Mártir”. Yo como el personaje de la novela, no creo en un Dios barbudo subido a una nube y con un triángulo sobre su cabeza, pero sí puedo comprender y respetar que eso sea un consuelo para mucha gente.