Hace tiempo que quiero escribir sobre este hecho que siglo tras siglo, que día tras día se repite en el ser humano como si fuera una fase más de su desarrollo. Nacen, crecen, se reproducen, luchan y mueren.
En el hombre hay una fuerza natural que le aviva en la batalla, el sentimiento del guerrero forma parte del ser humano. Notamos que sabemos luchar, que nos unimos con nosotros mismos al hacerlo, como ya nos contaba Homero. La batalla dignifica si tienes un gran motivo para emprenderla y tus armas son nobles. Y sin embargo, ¿tiene hoy sentido la guerra?
En los días del Occidente de hoy, días de paseo por la sombra, ¿qué hace enfrentarse al hombre incesantemente, banalmente? Supongo que si hallamos el motivo en circunstancias de laboratorio, como estas, podremos extrapolarlo a las mayores guerras, incluso buscar su antídoto.
¿Qué es lo que se pone en juego cuando llegamos al estado de querer pelear? ¿Qué creemos perder? ¿Por qué luchamos realmente con un hermano?
Observándome, observándoos, reflexionando, llego a la conclusión de que lo que detona una guerra es sentir que nos perdemos a nosotros mismos, a alguna parte de nosotros con la que nos identificamos tremendamente. Así, se puede luchar por una tierra que te da dé comer, pues nuestra vida va en ello, y también por una tierra que ni conoces ni has pisado, pero por la que tienes el convencimiento social de que te pertenece; ahí nuestro honor va en ello. Se puede luchar por una idea sólo si es propia o se ha hecho propia; si no, no moveríamos ni un dedo ni un gatillo. Se puede luchar por una religión, solo si se cree que nuestra alma va en ello; se puede luchar incluso por unos segundos de héroe, de gloria inconsciente; se puede luchar por nada, si creemos que hemos puesto un trozo de nosotros en la nada.
Llego, por tanto, a la conclusión de que se lucha por apego, por creer que nos perdemos si no lo hacemos, que cambiamos o dejamos de ser si no demostramos a otros que somos, pues la misma tierra, la misma idea, la misma religión no hacen luchar a todos y, por tanto, no son realmente dignas de lucha. Incluso, la misma vida no hace luchar a todos y puede que no sea, por tanto, digna de lucha; es posible que no se pierda la vida aunque no matemos para defendernos.
Si la verdad estuviera en alguno de nosotros, ese no lucharía.
Si la verdad estuviera en todos nosotros, ninguno lucharía.
Esa verdad nos haría saber que no merece la pena, que está todo ganado si a esa verdad hemos llegado, y que para alcanzarla no fue el camino la guerra.
La Iliada, Canto XV:
—¡Cuán necios somos los que tontamente nos irritamos contra Zeus! Queremos acercanos a él y contenerle con palabras o por medio de la violencia; y él, sentado aparte, ni nos hace caso, ni se preocupa, porque dice que en fuerza y poder es muy superior a todos los dioses inmortales.