Esta es una historia que sucedió muy lejos, en la Antártida, un sitio muy peculiar, porque hay tanto hielo, que cubre cordilleras montañosas tan altas como los Alpes, aunque solo las cumbres sobresalen.
Allí vivía una colonia de grandes pingüinos, los emperadores. Había unos 25.000 en aquella barriada, que se conocían de haber recorrido los mismos caminos durante más de un invierno, aunque cada uno era cada uno, y eran muy celosos de su pequeño espacio y de su familia. Se solían hacer compañía transitando la ruta hacia la comida y organizando la crianza de las nuevas generaciones. La Antártida es un lugar en el que tienes que darte prisa para criar a tus hijos si quieres que sobrevivan, y además tiene que ser en verano para que no se congelen antes de nacer. Por eso hay que tener todo muy bien sincronizado con el paso de las estaciones si quieres llegar a poder contar historias como esta.
Cada mamá puso su huevo en el momento convenido, y encargó al papá la difícil misión de mantenerlo calentito durante cuatro meses para que naciera el pingüinitín. Ellas habían hecho su parte y no se iban de vacaciones, sino que tenían que recorrer 180 km de hielo para llegar al mar, alimentarse, engordar y recoger alimento que tenían que traer a sus crías recién nacidas cuatro meses después una vez recorridos los 180 km de vuelta.
La papeleta del padre tampoco era moco de pavo. Le tocaba el turno de guardia de noche (y es que en la Antártida no se hace de día cada día, sino que se hace de día cada varios meses) a una temperatura exterior de 70 grados bajo cero (¡brrr, qué frío!). Así que, con la luz apagada y mucho empeño, los papás acogieron a su huevo en una bolsa que los mantenía 80 grados por encima de la temperatura externa.
Una vez, vino una gran crisis, una terrible tormenta; el tiempo empeoró, las temperaturas bajaron tanto que aunque eran veinticinco mil en la colonia y sus cuerpos se pegaban unos con otros, eso no mejoraba las condiciones climáticas. Nadie, ni siquiera el mayor de los pingüinos (y estos medían un metro de altura y pesaban más de 30 kg), puede aguantar a pie firme vientos de 150 km/h a esas temperaturas.
Al principio, se asustaron, porque parecía que no iban a salir de aquella. Pero luego, algo en la colonia comenzó a moverse. En realidad, empezaron a moverse todos los pingüinos, eso sí, con orden y sin que nadie se escaqueara.
De la gran masa de pingüinos, que parecía una gran mancha negra jaspeada de motas blancas de nieve, los de la fila exterior comenzaron a caminar hacia adelante. Hacia adelante, sí, pero sin perder contacto con la fila inmediatamente interior. Y así, una vez terminada la vuelta al círculo, se introducían en la 2.ª fila con un movimiento espiralado, y al terminar, en la 3.ª, y así iban caminando hasta llegar al centro del grupo, donde se estaba calentito y no se notaba el viento. Sin parar de caminar, y una vez repuestas las fuerzas, volvían a salir con el movimiento espiral hacia afuera hasta llegar al exterior y volver de nuevo a estar en primera línea, en el sitio más expuesto, en el trabajo más difícil.
Sin rendirse ni dejar su trabajo para que lo hicieran otros, cada uno seguía el mismo recorrido. Esto tenía su mérito porque a los pingüinos no les hace mucha gracia tropezarse con el de al lado. Pero esto era una situación de crisis, y exigía medidas especiales. Así, poco a poco, siempre caminando hacia adelante y siempre participando en la labor de supervivencia, la crisis pasó, la tormenta amainó. Y a pesar de haber sido una situación difícil como pocas había habido, todos los pingüinos sobrevivieron, eso sí, un poco más fatigados y casi muertos de hambre (llevaban cuatro meses sin probar bocado), pero con la enorme satisfacción de la experiencia que habían adquirido y del deber cumplido. Una vez pasado lo peor, llegaron las mamás con la comida para los bebés, que acababan de romper los huevos, y los papás se fueron pitando al mar a tomar algo, que ya les tocaba. Todos los miembros de la familia volvieron a estar juntos de nuevo poco tiempo después. De ahora en adelante, no habría crisis que los arredrara porque habían aprendido a sobrevivir.
Y desde entonces, cada vez que una crisis sacude su pequeño mundo, todo el conjunto se pone en marcha, y mirando en la misma dirección comienzan a aportar su cuota de esfuerzo y sacrificio para conseguir el bienestar de todo el conjunto.
Pero bueno, esto sucedió en la Antártida. No tiene por qué tener algo que ver con nosotros, claro.
Hmmm, no, quizás no tenga que ver, pero sería bueno mandar a algunos compatriotas a la Antártida para que aprendan a trabajar en equipo, para que no tirara nadie por sus intereses particulares, sino por los de todos. Y no estoy pensando sólo en los políticos, que son nuestro chivo expiatorio: pienso que son sólo un reflejo de nuestra sociedad mediocre, egoísta, insolidaria, adormecida.
Por desgracia no está en la naturaleza humana el luchar por la especie, sino por el individuo.
Hay miles de ejemplos en la naturaleza de sacrificio para que la especie sobreviva, para que los genes de sus hermanos o incluso primos lejanos sean transmitidos a la generación siguiente, aunque los de ese individuo desaparezcan (las colonias de hormigas, enjambres…). Pero conforme se va avanzando en complejidad, que no evolución, porque para mí los insectos están mucho más evolucionados que los mamíferos en muchos aspectos, los individuos se vuelven egoístas, luchando únicamente por la transmisión de sus genes individuales, a costa del conjunto, si hace falta. Y ahí, en lo que pensamos que es el pico de la pirámide, pero que probablemente ni siquiera tenga forma piramidal, estamos nosotros, luchando por nuestro bienestar particular, le pese a quien le pese. Y, por desgracia, muchos no se contentan con bienestar, y quieren ser millonarios a expensas de otros (y yo aquí si incluyo a los políticos).
De qué sirve trabajar en conjunto para sobrevivir, si trabajando individualmente pueden vivir mejor que el resto???
No creo en el más allá, pero cambiaría de opinión solo por tener la certeza de que el egoísmo se paga, antes o después.