Hay momentos en el año especialmente dotados para hacernos sentir que comenzamos, que tras el desgaste de las rutinas y los cansancios podemos empezar una nueva página en blanco del libro de nuestra vida, y este, del año nuevo es uno de los más privilegiados. Por algo, en su propio nombre, enero, lleva el significado de una puerta que se abre, de un inicio, una expectativa hacia el futuro.
El tiempo circular, que rige de alguna manera nuestras experiencias, impone este régimen gobernado por la imaginación y los símbolos que nos permite instalarnos en una realidad psíquica, elevar nuestra conciencia y probar a volar con las alas del alma.
Imaginar que comenzamos un nuevo capítulo de nuestra historia nos libera del lastre de los fracasos y las decepciones, podemos volver a mirar a nuestras aspiraciones, a revisar los viejos proyectos.
No sería eficaz esa especie de renovación de intenciones sin un examen previo, sin un balance hecho aprovechando el final de un ciclo que se va con el año que termina. Antes de lanzarnos a emprender los desafíos y los retos haremos bien en revisar si hemos cumplido con las expectativas que nos habíamos hecho, si hemos cargado nuestros días de esfuerzos para alcanzar nuestras metas, o si, por el contrario, el tiempo nos pasó por encima y nos encontramos al acabar un ciclo, derrotados.
Es el momento de tomar las riendas de nuevo y, recurriendo al símil del auriga que nos proponía Platón, dirigir el carro de nuestra existencia, sabiendo que nos corresponde sostener la iniciativa y el equilibrio de fuerzas en todo momento, si es que queremos llegar a alguna parte, alcanzar alguna meta. Buen momento este para hacernos esa clase de preguntas sobre el sentido de las cosas que nos colocan en el camino de la filosofía.